Dolores Vázquez, culpable de asesinato por ser lesbiana
Les recomendaría que vieran El caso Wanninkhof-Carabantes, un documental que recupera la historia de una mujer a la que hace 20 años tratamos como si fuera un monstruo sediento de venganza.
"Yo no he matado a Rocío, yo no he visto a Rocío, lo único que le pido a España entera es que busquen a los culpables porque yo no lo he hecho y ahí fuera están los culpables. Posiblemente aquí en esta sala. Nunca han tenido nada contra mí y no lo tendrán porque yo soy inocente".
Dolores Vázquez pasó 519 días en prisión por un crimen que jamás cometió. Sin pruebas contundentes fue acusada por la sociedad, por los medios de comunicación y, finalmente, por la mayoría del jurado que la encontró culpable de la desaparición y asesinato de Rocío Wanninkhof el 9 de octubre de 1999, una noche de feria en Fuengirola. Nada más conocerse el veredicto una turba de aplausos ensordeció la sala, al tiempo que la muchedumbre gritaba "asesina, asesina" a una mujer cuya única debilidad fue su fortaleza de carácter, su silencio y su contención. Dolores lo tenía muy difícil, no caía bien, no era agradable. Vivió un juicio con dos batallas paralelas, una en la calle y otra en la sala. Su condena, ser lesbiana a finales del siglo XX.
Hoy, Día del Orgullo LGTBI, les recomendaría que repasaran aquella historia. Les recomendaría que vieran El caso Wanninkhof-Carabantes, un documental estrenado en Netflix que recupera la injusticia judicial más grande del siglo XXI. Si alguien se pregunta por qué a estas alturas seguimos celebrando días como el del Orgullo, por favor siéntense y conecten con esta crónica de la vida de Dolores Vázquez, una mujer a la que hace 20 años tratamos como si fuera un monstruo sediento de venganza, una mujer a la que le robamos la presunción de inocencia y a la que lapidamos en la plaza pública por su identidad sexual.
Dirigido por Tania Balló el documental repasa con claridad meridiana, con la mayor imparcialidad posible, la que se me antoja la mayor humillación judicial ocurrida en este país. Balló recupera imágenes de la época que, en mi caso siendo periodista, como poco, me dan vergüenza ajena.
La desaparición de Rocío Wanninkhof fue un caso mediático que ocupó ríos de tinta y cientos de horas en televisión. Había que contar lo que fuera, cualquier exclusiva era válida, aunque no hubiera nada nuevo. En 1999 todavía no vivíamos fagocitados por las redes sociales, pero el caso de las niñas de Alcasser había abierto la espita del circo romano televisivo. Recuerden que, en 1992, Quien sabe donde, presentado por Paco Lobatón, tuvo un 45,4% de cuota de pantalla antes de que se encontraran los cadáveres de Míriam, Toñi y Desirée y un 47,6% el día después. Recuerden también que más de ocho millones de espectadores vieron el especial De tú a tú de Nieves Herrero. El crimen de Rocío Wanninkhof alimentaba el morbo cumpliendo la norma de las tres eses: suceso, sexo y sangre. Para colmo, llevaba consigo una historia lésbica. Lo tenía todo para seducir a la audiencia a través del morbo.
Ni la Policía ni la Guardia Civil tenían pistas concluyentes. Había prisa. Los medios se encargaron de dibujar un perfil psicológico de Dolores Vázquez sin base alguna. El ágora catódica pintó a esta mujer como la imagen de la crueldad. Se la masculinizó por ser una mujer de carácter, practicar karate, tener la voz grave o por estar acostumbrada a mandar.
"Seca. Dura. Lesbiana, ¿Por qué no asesina?", se quejaba negro sobre blanco Vicente Molina Foix, como si ser lesbiana te otorgara cara a la galería más puntos para llegar al asesinato.
"Mi corazón me dice que sí, que a mí me parece culpable", recalcó Margarita Landi en Los Desayunos de La Uno. Mi corazón, decía la mujer de los puros, así tan impunemente. Y al otro lado nos quedábamos tan anchos.
"La asesina de Rocío Wanninkhof viviría su amor estéril con esa obcecación de quienes aman sin esperanza, y la presencia jovial de tanta belleza encarnada en el cuerpo de una adolescente la mortificaba como un ultraje", escribía Juan Manuel de Prada un año antes de la sentencia condenatoria en 2001 y su posterior sobreseimiento en 2003.
Con estos mimbres y la necesidad de encontrar un culpable lo antes posible, la Policía la declaró sospechosa de matar a la hija de su compañera de vida, a quien había cuidado y protegido como propia durante 11 años.
Al principio, la prensa la mantuvo en ese armario de cristal en el que se escondía entonces la orientación sexual considerada como inusual. Empezó siendo una amiga de Alicia Hornos (madre de Rocío), más tarde se presentó como su mejor amiga, aun cuando todos sabíamos que habían mantenido una relación de 11 años, fracturada cuatro años atrás.
Lo cierto es que, con la distancia que sobre ellas coloca el óxido del tiempo, resulta sobrecogedor ver aquellas imágenes y no digamos escuchar algunas declaraciones. Ver como, en 1999, la homosexualidad femenina para los todólogos de la época, para los tertulianos de pacotilla era motivo más suficiente para esbozar una conducta violenta resulta lacerante.
En agosto de 2003 la historia dio un vuelco de 180 grados. Sonia Caravantes (17 años) desapareció también una noche de feria en la localidad malagueña de Coín, a 25 kilómetros de Fuengirola. Un mes más tarde, tras analizar el cuerpo, la Guardia Civil descubrió que el ADN del presunto asesino de Sonia coincidía con los restos biológicos hallados en una colilla de Royal Crown recogida en el lugar donde había aparecido el cadáver de Rocío Wanninkhof. Se trataba del ADN de un británico que residía por la zona y que se hacía llamar Tony King, Tony Alexander King, cuyo verdadero nombre era Tony Bromwich, un psicópata sexual que ya había estrangulado a varias jóvenes por la espalda y agredido sexualmente a otras cinco en Holloway. Tras cumplir su condena, Tony comenzó una nueva vida en Málaga. A pesar de que Scotland Yard había comunicado a la policía española los antecedentes del estrangulador, que era "un peligro potencial para las mujeres de España", aquí no se le dio pábulo. Gracias a la coincidencia en el ADN el verdadero culpable fue detenido y condenado a 53 años de prisión.
Dolores Vázquez vivió un calvario de cuatro años cuya detención ocupó cientos de horas en televisión y muchas más páginas en los medios que su absolución. A Dolores Vázquez nadie le pidió perdón. Fue absuelta, quedó en libertad, pero siguió sufriendo en sus carnes las miradas inquisidoras. Claudicó y se fue de España. Hace unos años regresó a su Galicia natal donde vive alejada del ruido mediático. Los periodistas que la acusaron no se disculparon, simplemente lo dejaron pasar.