Los milagros existen, sea o no Navidad, y M. es la prueba
Lo que no había ocurrido hasta entonces, cuando A. tenía todos los condicionantes a su favor, acababa de pasar en unas condiciones impensables
Mi amiga A. Llevaba diecisiete años intentando ser mamá. Bueno, lo intentó durante diez; los últimos siete ya lo daba por descartado. Cuando yo la conocí, hace seis, me pareció bastante rara. Odiaba que le abrazasen ( eso sigue siendo así), y por aquel entonces huía de los niños como de la peste. Sin embargo, y a pesar de mis recelos iniciales, con el tiempo descubrí que A. es de esas personas que aunque aparentan ser frías, distantes y hasta pelín bordes por defender a muerte la separación física mínima con sus semejantes – que, según he podido ver en Google, es de 45 cm– te ganan en las distancias cortas. Sensible, organizada, generosa y buena gente, continúa siendo rarita, claro, pero terminas por comprender que eso forma parte de su encanto.
Como diría Rubén Blades, la vida, que a veces es muy puñetera, te da sorpresas y algunas, incluso, son maravillosas
Hace año y medio, A. comenzó a tener todos los síntomas de la menopausia: sofocos, menstruaciones irregulares, revolución de hormonas… lo de siempre. Supongo que si, aparentemente, la idea de ser madre ya la tenía más que descartada, a partir de aquel momento desapareció por completo.
En junio, A. nos reunió a todas para contarnos que estaba embarazada de tres meses. Lo que no había ocurrido hasta entonces, cuando tenía todos los condicionantes a su favor, acababa de pasar en unas condiciones impensables. Confieso que al principio no supe qué decir. Nunca le había preguntado hasta entonces la causa de que no tuviera hijos. No soy amiga de indagar sobre cuestiones tan personales. Es más, daba por sentado que si no los tenía era, simplemente, porque no quería. No sería la primera pareja que no siente la necesidad de la paternidad para tener una vida feliz y completa. Fue entonces cuando me contó que su aversión por los niños no era más que una defensa, un muro que ella misma había levantado para evitar sufrir por lo que pensaba que nunca tendría.
Lo que no había ocurrido hasta entonces, cuando A. tenía todos los condicionantes a su favor, acababa de pasar en unas condiciones impensables
No quiso hacerse la amniocentesis, aunque teniendo en cuenta las circunstancias, era lo más aconsejable, y ha llevado el embarazo que, quitando un par de sustillos no ha sido tan difícil como nos temíamos, con una valentía admirable. Ha sido, en el fondo, un embarazo colectivo. Todas hemos participado de él como si fuera nuestro. Entre todas fuimos eligiendo la cuna, la trona y el color de la habitación, aunque tuvimos que hacerlo deprisa y corriendo porque hasta el sexto mes ninguna, ni siquiera la propia A., quería hacerse ilusiones. El nombre no. Eso A. lo tuvo claro desde el principio. Se llamaría M. como su padre, el abuelo del niño, al que perdió siendo una adolescente.
Hoy, A. ya tienen a su pequeño M. en brazos. Un niño perfectamente sano, que como todos los que nacen por cesárea y no sufren el esfuerzo de un parto natural, es un auténtico muñeco al que su madre abraza como si no hubiera un mañana. Hace tres días, A. cumplió cuarenta y nueve años. No creo que exista en estos momentos alguien más feliz y un ejemplo mejor de que los milagros, creamos o no, existen. Como diría Rubén Blades, la vida, que a veces es muy puñetera, te da sorpresas y algunas, incluso, son maravillosas.