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El poder y la gilipollez

Me encanta que se tutele el derecho a la participación política. Cojonudo, pero ¿si uno se traga el mitin por qué no tomarse unas cañas, unas tapas o irse de cena? ¿Dónde está la diferencia?

Salvador Illa (izquierda) en un acto de campaña en cataluña y la Ministra Carmen Calvo (derecha)

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Mi amor platónico, mi gran amiga Carmen Posadas –no se pierdan, si alguno aún no lo ha leído, La leyenda de la Peregrina, grandísima novela histórica-. Mi gran amiga, repito, escribe en uno de sus últimos artículos: El día en que el pueblo de París tomó la Bastilla al inicio de lo que más tarde se conocería como la Revolución Francesa, Luis XVI escribió en su diario una única palabra: rien (nada). En su anotación, el rey se refería al número de perdices que había cazado aquella mañana, pero esas cuatro letras en su diario íntimo se han utilizado desde entonces para ilustrar lo obtuso y ciego que pudo llegar a ser un rey cuya cabeza acabaría segada por la guillotina.

No fue el Capeto francés el único obtuso y ciego que, muellemente acomodado en su trono, no se enteraba de lo que pasaba en la calle ni de la que se le venía encima. No se enteró hasta que fueron a por él, lo metieron preso y lo decapitaron, acabando su cabeza sangrante en un capazo de esparto. La historia se repite, llena de gente que no se entera, aunque por fortuna la guillotina haya pasado de moda.

He trabajado cerca de muchos políticos. Una de las conclusiones a las que he llegado, creo que podría considerarse una regla universalmente válida: Cuanto más inteligente, más situado, más formado y más poder ha tenido una persona antes de llegar al poder político, más ecuánime, más pausado y con menos estridencias lleva a cabo su labor. Podría dar unos cuantos ejemplos, pero no voy a entrar en nombres.

Por el contrario, es muy normal que se cumpla el viejo refrán: “Si quieres conocer a fulanito, dale un carguito”. He visto auténticos patanes que no sabían hacer ni la O con un canuto y que nombrados para el cargo que fuese, se parecían a aquel viejo funcionario que cuando iba a las fiestas de su pueblo se ponía el uniforme con unos cuantos galones apócrifos y, mientras se vestía, murmuraba para sí mismo: Dóyme respeto de la autoridad que represento. Es normal que la frustración en la vida personal traslade la mala leche a la vida pública.

He visto cargos, “mes burros que Tacó”, siempre convencidos de lo que podríamos llamar el Síndrome del Espíritu Santo: se creen que junto con el nombramiento les viene dada la ciencia infusa y les gusta rodearse de gente más mediocre aún que ellos para que nadie les haga sombra. Si los otros son más torpes –piensan- no me harán sombra y todo el día estarán con el incensario y las alabanzas diciéndome lo maravilloso que soy.

Esto dura lo que dura, ni un segundo más y, cuando se termina el cargo –mucho más si luego pintan bastos y hay juzgados de por medio- las fidelidades se tornan… “no tenían mucho trato con él”…, “lo conocía superficialmente”…, “solo era conocido, nunca amigo…”; aunque hubiesen sido pelotas y correveidiles oficiales ansiosos de abrazos en cualquier descansillo o, al menos, de miradas complacientes, dispuestos a perder el culo ante la orden más nimia.

He pedido vacunarme y me han dado cita para el 23 de agosto de dos mil veinticuatro a las seis de la tarde. Pregunté si no podían dármela antes y me la han adelantado para las cuatro

Hay otro síndrome que algunos llaman el de la Moncloa y que, para no buscarme más enemigos de los que tengo, lo llamaré desde ahora el “Síndrome de Versalles”, en honor del rey francés que terminó con el pescuezo rebanado y con la cabeza en un cesto. El que tiene un cargo, en el que se cree importante, pone en práctica inmediatamente la doctrina del distanciamiento[1] porque todo lo que es cercano parece menos importante.

Para darse importancia se alejan –coche oficial, escolta que impide acercamientos entendibles a veces por motivos de atentados, despachos inaccesibles, personas intermedias que responden con cartas prefabricadas-. Lo conlleva el cargo –dicen- y ese alejamiento lleva aparejado no tener ni idea de lo que se cuece porque su realidad es otra y la calle les llega tamizada por filtros interesados cuando no son ellos mismos quienes la tamizan para ver solo aquello que quieren ver.

En mi calidad de anciano decrépito e inútil ando a diario por la calle –solo, con mascarilla y sin socializar- veo una ciudad apagada, con las cafeterías cerradas, con decenas de locales que fueron un negocio y en los que cuelga el cartel de “Se vende y Se alquila”. Tan pronto oscurece –salgo a las nueve a pasear a mi perro- estamos en una ciudad fantasma. El virus campa a sus anchas y la economía anda por los suelos. Siento mucho decir que no me creo los porcentajes de paro ni de depresión económica que publicitan Tezanos y Redondo, los fontaneros.

Ese es el reto de este y de cualquier gobierno: vacunar a la población lo antes posible –no alcaldes, concejales, sindicalistas, consejeros, obispos y enchufados de toda laya, sino a todos-. Circulan chistes en internet –una forma de torear al miedo- que dicen: he pedido vacunarme y me han dado cita para el 23 de agosto de dos mil veinticuatro a las seis de la tarde. Pregunté si no podían dármela antes y me la han adelantado para las cuatro.

Cuanto más inteligente, más situado, más formado y más poder ha tenido una persona antes de llegar a la política, más ecuánime, más pausado y con menos estridencias lleva a cabo su labor

La vacuna, la atención sanitaria –lo que implica crujir a quien se salte las normas y ponga en riesgo a los otros- y la economía. Los demás son pollas, que dicen en mi Granada de los terremotos.

Pues bien, esto supuesto, leo noticias intrascendentes: Calvo y Montero –vicepresidenta y ministra- se reúnen para impulsar en febrero las leyes trans y LGTBI. Todo mi respeto para las personas de esta condición. Uno puede ser transexual, homosexual, bisexual o lo que quiera. Ninguna objeción. Pero… ¿es ese el problema del país ahora? ¿No debería el ministerio de igualdad preocuparse porque sean iguales quienes se han quedado encerrados en su casa y con el bar –del que viven tres familias- cerrado? ¿No es esa actitud –cargada de ideología- una muestra de la ceguera del poder, distanciado de la gente? Me encanta la inclusión y el ascenso de la mujer. Opino con Charles Fourier –el socialista libertario francés- que “Las naciones más corrompidas han sido aquellas que con mayor rigor han subyugado a la mujer”. Respeto a los homosexuales aunque no comparta sus gustos y estoy en contra de la represión que han sufrido durante siglos, pero… lo que hay que fomentar es el ascenso de todos y ese ascenso pasa por un uso racional de los recursos y de la economía que debe ser inmediatamente curada de la situación moribunda en la que se encuentra. Por favor, ministros, pónganse las gafas de ver y ordenen las prioridades.

Otro detalle para nota. Cierran los bares, los encuentros culturales y los gimnasios. Perfecto si es la exigencia de la pandemia que nos tiene a todos machacados –ya están avisando del incremento de las patologías psiquiátricas-. Pero no puede cerrarse todo, poner a la gente a teletrabajar, prohibirnos ir a una terraza a tomar un aperitivo con todas las cautelas y proclamar que no hay problema en ir a mítines para las elecciones catalanas. Me encanta que se tutele el derecho a la participación política. Cojonudo. ¿Saltarse los confinamientos perimetrales? ¿Saltarse los horarios en los que no se puede estar en la calle? ¿Qué pasará, quién será responsable si luego de esos mítines festivos y mentirosos –Las promesas electorales están para no cumplirse, como dijo Tierno Galván- surgen contagios que han tenido lugar en el acto político? ¿Si uno se traga el mitin por qué no tomarse luego unas cañas y unas tapas o irse de cena? ¿Dónde está la diferencia?

La gilipollez y la ceguera cuando se está subido en el machito no tienen límites.

PD.- Alucino por un tubo aunque ahora hay otra expresión más moderna. “Me he quedao to muñeco”. El Supremo devuelve al juez García Castellón la causa por el “Caso Dina” para que pregunte a Bousselham si se considera perjudicada. No digo nada. Noticia para debate con mis colegas del Coro ICALI que ellos son buenos entendedores.

[1] Mircea Eliade – qué envidia me da este hombre y que analfabeto se siente cualquiera a su lado- en su obra Historia de las creencias y las ideas religiosas, deja clara una actitud que, iniciada por los chamanes y los sacerdotes desde antiguo y propia de las religiones, copian los políticos de todo signo y condición. El distanciamiento, el silencio, lo obtuso e incomprensible dan sensación de autoridad.