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Al rincón de pensar

Los excesos mesiánicos de Iglesias, su desparpajo como líder de esa nueva casta a la que representa, y su perpetuación en el poder son la cristalización de una sociedad enferma y atontada

Juicio contra la madre y la hija acusadas de no respetar el perímetro de la casa de Pablo Iglesias / FOTO: Jesús Hellín / Europa Press

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Pedro Salinas decía, en los ensayos nacidos durante su exilio portorriqueño de los años cuarenta de la pasada centuria, agrupados bajo el título de “El defensor”, que “en la materia amorfa de los vocablos se libra, como en todo el vasto campo de la naturaleza humana, la lucha entre los dos principios, de Ormuz y Arimán, el del bien y el mal. Acaso sienten hoy muchos hombres que se les ha empujado al margen del derrumbadero en que hoy está el mundo por el uso vicioso de las palabras, por las falacias deliberadas de políticos que envolvían designios viles en palabras nobles”. Siguiendo esta línea de pensamiento, de plena actualidad, deduzco que las palabras no son en sí buenas ni malas, sino que su bondad o, mejor dicho, lo atinadas que resulten depende del uso que se haga de las mismas. Y en determinadas circunstancias un uso indebido del vocabulario puede resultar una auténtica bomba.

Les aseguro que no quería hablar sobre esto, pero no me veo capaz de eludir el tema. Las aseveraciones de esta semana de Iglesias, diciendo que en España “no hay una situación de plena normalidad política y democrática” han sido verdaderos puñales, clavados en la línea de flotación de un país en el que gran parte de sus ciudadanos se pregunta, a diario, cómo vamos a levantar cabeza, con la que cae y teniendo lo que parece a todas luces el enemigo en casa.

Antes de que Sánchez se negara a sí mismo, cuando prometía por activa y por pasiva que no dormiría si gobernara Iglesias, antes de que este quintacolumnista de libro que tenemos por vicepresidente de un Gobierno -cada vez más cuestionable especialmente por este mismo motivo- accediera a este cargo de manera inesperada, creíamos que lo habíamos visto casi todo.

Si la sociedad no estuviera tan acobardada, si no fuera tan sumisa y si la crítica no estuviera tan mal vista, hace tiempo que Iglesias habría tenido que dimitir de su cargo. Y, con él, su señora y la niñera

Desde hace tiempo los escándalos relacionados con este político se han ido sucediendo, pero aquí no pasa nada, ni con lo del chaletazo, ni con lo de la niñera nivel 30 -ofensa de tantos estudiosos y trabajadores que tanto pelearon por ganarse el puesto- ni con lo de su incontinencia verbal. Los excesos mesiánicos de Iglesias, su desparpajo y frescura como líder de esa nueva casta a la que representa, y su perpetuación en el poder a pesar de todo ello, son la cristalización de una sociedad enferma, tan herida y atontada que no sabe reaccionar como se esperaría de una democracia en perfecto funcionamiento.

En esto sí le doy la razón y solo en esto, ciertamente, porque si nuestra sociedad no estuviera tan acobardada ante el poder, si no fuera tan sumisa, si la crítica no estuviera tan mal vista en este país en el que impera el pensamiento único, y si el poder no estuviera ya a estas alturas tan próximo a una monarquía absolutista, hace mucho tiempo que este señor habría tenido que dimitir de su cargo. Y, con él, su señora y la niñera. Sin embargo, nos hemos hecho tan tolerantes, modernos, condescendientes, o simplemente estamos tan descreídos a la par que preocupados con los problemas reales que nos asolan en estos momentos, que no tenemos tiempo de pararnos a pensar en la gravedad de los hechos acaecidos esta semana.

Argumentaba Aristóles en “Ética a Nicómaco” que “el incontinente se parece a una ciudad que fija sus decretos en todo lo que le es pertinente, pero que resulta incapaz de hacer lo apropiado”. Visto lo visto, tal vez sea esto lo que le suceda a nuestro simpar vicepresidente, que a fuerza de ser incontinente no sea capaz de decir lo apropiado. Me viene a la mente la célebre frase del rey emérito, ¿por qué no te callas? Lo menos que se puede exigir a un miembro del Gobierno de la nación es que sea leal y cumpla con las obligaciones que contrajo cuando prometió el cargo. Cada uno tiene sus opiniones, pero no todo el mundo está en condiciones de darlas, o bien algunos se las deben reservar para sí mismos. Es lo prudente, lo más adecuado, lo que la dignidad del cargo requiere. ¿Habrá que empezar por explicar qué es esto de la dignidad del cargo, desde el a-e-i-o-u? Cualquier persona puede considerar que en España no hay normalidad democrática, pero que lo diga públicamente quien ostenta un puesto de tal representatividad, aludiendo a una persona condenada en sentencia firme por delito de sedición y a otra fugada de la justicia, es, más que un exceso verbal, una ofensa para todos nosotros, una exposición del país a tentadoras manipulaciones por parte de terceras potencias y, en definitiva, una metedura de pata hasta arriba, que debería conllevar un largo retiro al rincón de pensar en el chalet junto con su señora, pagándose ambos la niñera de su bolsillo -en su caso- como hace todo hijo de vecino.

Mónica Nombela Olmo

Abogada y escritora

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