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De prisiones… y pistolas

Antonio Asunción cumplió y me echó de Nanclares en contra de mi voluntad. En esa defenestración intervino también Rafael Vera, Secretario de Estado de Seguridad y un buen hombre para conmigo

Manuel Avilés con su nueva novela en la puerta de los juzgados de Alicante

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Nunca habría querido escribir este libro. En el año noventa y uno me ofrecieron dinero por escribirlo y educadamente dije que no. Treinta años lleva el texto dando vueltas en mi cabeza y treinta años intentando no olvidar, aunque sin tomar ni un apunte escrito. Ha sido mucho más que un parto. No busco notoriedad con él –a estas alturas he tenido más que de sobra-. Tampoco busco dinero porque, para hacerse rico con una novela, hay que tener la misma suerte que para que te toquen el Gordo de Navidad y la Primitiva juntas. Pretendo cada día una jubilación pacífica y feliz –creo que la tengo merecida de sobra como jubilado inútil a punto de atravesar la laguna Estigia- aunque la pulsión de la literatura puede más y en algún berenjenal que otro te mete el escribir con cierta sustancia. Para decir cuatro vulgaridades, tres plagios y diecisiete frases hechas, es mejor estarse quieto. He escrito porque, como afirma Edmund Husserl –el líder de la corriente fenomenológica alemana- “El pensamiento siempre se hace lenguaje y está totalmente ligado a la palabra” y la palabra, como mejor permanece, es poniéndola negro sobre blanco. Las tradiciones orales siempre acaban deformadas.

He escrito con la misma libertad que si nadie fuera a leerme, sin pensar en ningún posible destinatario. Creo que fue Borges el que recomendó algo así lo mismo que afirmó que, quien pretenda hacerlo bien, tiene que escribir de manera que se le entienda.

De prisiones, putas y pistolas’, que aún tiene fresca la tinta, está en la calle ya. No es fruto de la imaginación ni es una historia para no dormir. No es un motivo para insultar, para alabar, para criticar ferozmente o para echar flores a nadie. Ante la personalidad de algunos nombres que en él salen me quito el sombrero y ante otros que no salen ni diré me entran ganas de vomitar. Cumplo un compromiso porque desde siempre he sabido que un hombre se mide por el precio que tiene su palabra, salvo cuando dice “te querré siempre” porque esa es una afirmación intrínsecamente temeraria.

Antonio Asunción fue una persona determinante en mi vida. Cuando me lió –mintiendo y vendiendo la moto como un político- para que me hiciera cargo de la prisión de Nanclares de la Oca, ni él ni yo sabíamos lo que ese puesto me iba a complicar la vida.

Casi me ofendió menos el que planificaran asesinarme que el que me llamaran “el Carrero Blanco de los noventa”

Hubo unas cintas magnetofónicas que se publicaron en todos los medios de comunicación de España y de muchos países. Fueron grabadas en la cárcel de Alcalá Meco a tres etarras y a dos abogados, en las que todos –demostrando que su tarea al visitar las cárceles no era ejercer ningún tipo de defensa penal- pedían a la cúpula de la banda criminal que ordenara atentados. En esos atentados yo era el muerto. Casi me ofendió menos el que planificaran asesinarme que el que me llamaran “el Carrero Blanco de los noventa”, los muy gilipollas. Arantxa Zulueta y Txemi Gorostiza eran los abogados y Esteban Nieto, Artola Ibarretxe y De Juana Chaos, los etarras. Tanto monta.

Antonio Asunción cumplió –la planificación de los tiros está estrechamente ligada a la historia del libro de que hablo- y me echó de Nanclares en contra de mi voluntad. En esa defenestración intervino también Rafael Vera, Secretario de Estado de Seguridad y un buen hombre para conmigo, independientemente de los avatares judiciales que haya podido tener. Me echó Antonio y creó de un puesto “ad hoc” para alejarme del asunto etarra: la Gerencia del Establecimiento Penitenciario de Valencia, una superdirección con cuatro centros, en la que duré muy poco porque me reclamó al poco tiempo para continuar con el asunto etarra que era más importante y porque… bueno de esto no toca hablar ahora.

Viví en primera fila la toma de posesión de Antonio, el nombramiento de algún incompetente que sigue dando tumbos –y cobrando un sustancioso sueldo público- como hombre de partido, y su dimisión al poco tiempo, como Ministro del Interior. Belloch, una cabeza privilegiada, fue quien propició su nombramiento en ese puesto.

⸻Cuéntame por qué tienes tú que dimitir porque un tío, por muy director general de la guardia civil que haya sido, se vaya a Portugal desde un pueblecito de Zamora que está a menos de treinta kilómetros de la frontera -le decía yo cabreado, un día que estrelló un teléfono contra la pared del despacho ministerial a la vez que exclamaba: “esto es una gusanera”-. ¿Tenía este tipo alguna medida cautelar? ¿Tenía alguna acusación ante algún tribunal? Nada. Solo una noticia de prensa que daba cuenta de la posesión, poco clara, de un piso en París. Pero Antonio no vivía de la política ni tenía necesidad de ningún cargo para vivir. Era un político puro, personificaba la voluntad de poder, de que habló Friedrich Nietzsche, como motor de la acción del hombre.

Siempre seguimos en contacto. Cada mes comíamos en el Restaurante 58 frente al estadio de Mestalla.

Varias veces me acompañó –él ya no tenía ningún cargo y yo seguía dirigiendo cárceles- a dar sendas conferencias sobre terrorismo, una en la Universidad de León y otra en Mallorca. Yo era el invitado, pero él era la estrella. Allí estaban –para dar fe de que no miento- Pedro Horrach, fiscal anticorrupción entonces y Ana Zacher, que había sido inspectora general penitenciaria.

Tardó en morir tres meses desde que le diagnosticaron el cáncer. Murió solo conmigo a su lado. Intenté distraerlo contando batallas en las que él era tan abuelo Cebolleta como yo mismo

Ya en esas ocasiones, conociendo mi pasión por la literatura –seré un tuercebotas pero apasionado- me sugirió escribir algo que solo él y yo conocíamos.

Cuando dirigía la cárcel de Mallorca me llamó una mañana: tenemos que hablar –dijo- con la brevedad y el laconismo que lo caracterizaban.

⸻¿Te falta mucho para jubilarte?

⸻En un par de años puedo hacerlo porque llevo más años de cárcel a la espalda que si tuviera en mi haber tres asesinatos. Tan pronto entre el PP me van a laminar por la vía rápida que me la tienen jurada desde que Álvarez Cascos preguntaba en el Parlamento a Juan Alberto Belloch qué hacía yo visitando etarras en las cárceles.

⸻Quiero que te vengas conmigo a trabajar a Sudamérica –soltó con la frialdad con que él afirmaba cualquier cosa salvo que estuviese endemoniado por una incompetencia o una choricería-.

⸻¡No me jodas! ¿Qué pintamos nosotros en Sudamérica? Tú no tienes hijos y estás forrado ¿Para qué quieres trabajar? Yo le tengo pánico al avión y la economía nunca ha sido el móvil de mi existencia, la prueba es mi situación ruinosa.

⸻Tengo que trabajar –contestó- porque soy de familia longeva y, como voy a vivir mucho, tengo que distraerme.

Qué cierto es que uno planea y luego viene la realidad cruda y te da bien de hostias para bajarte del burro.

Tardó en morir tres meses desde que le diagnosticaron el cáncer. Murió solo conmigo a su lado. Intenté –viendo que se iba irremediablemente- distraerlo contando batallas en las que él era tan abuelo Cebolleta como yo mismo. Hablamos de su pasión: las cárceles, los etarras y su pelea política en la lucha contra ETA y en la que libró en su propio partido en donde todo fueron zancadillas y puñaladas por la espalda.

Las famosas cintas de Nanclares: dos penados etarras, Isidro Etxabe y Jon Urrutia, criticaron en voz alta en una conversación con sus familias los atentados que tuvieron lugar en noviembre de 1991. Una bomba lapa mató a uno de los dos gemelos de un guardia civil en Erandio –Fabio Moreno- y otra hirió gravísimamente a Irene Villa y a su madre.

Los que vivían de esas matanzas macabras, los abogados batasunos y todos sus adláteres montaron en cólera y organizaron un pollo de tres pares de cojones. Expulsaron a Etxabe y a Urrutia acusándolos de traidores. Ellos nunca buscaron ni pidieron nada para sí mismos –no los idolatro ni tengo síndrome de Estocolmo- solo querían que terminaran los tiros y las bombas lapa, y vivir en paz en Euskadi. Los etiquetaron como traidores, los presionaron hasta decir basta y los expulsaron. ¿Era traidor Txomin Iturbe en Argel? ¿Era traidor Azkoiti en Toulouse? ¿Traidores Antxon Etxebeste y Belén González en Santo Domingo? ¿Eran traidores Josu Ternera y Mikel Albizu, Antza, hablando con Arriola y Fluxá y el obispo Uriarte, enviados por Aznar? Y Otegui… ¿Es un traidor Otegui? Pues Etxabe y Urrutia desbrozaron el camino y –aunque me den de hostias por decirlo- ellos empezaron a hablar de paz.

La policía y la guardia civil –nunca agradeceré bastante cómo me cuidaron por orden de Asunción y de Belloch-, la presión social, las estrategias políticas… todo eso contribuyó al fin de ETA, pero también las cárceles, despreciadas y olvidadas, trabajaron muy bien en esa historia. Faltan unos días para el quinto aniversario de la muerte de Antonio. Este libro lo he escrito porque él me lo pidió y a él va dedicado. Cuando uno dice verdades suele crearse problemas. No me importan por muy graves que sean. Sin ánimo de compararme con ellos –Dios me libre de ser tan gilipollas- hasta Cervantes, Quevedo, Buero Vallejo o Miguel Hernández acabaron presos por lo que escribían.