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23-f: Cuarenta años no es nada

La noticia corrió como la pólvora porque aquella televisión desvencijada en blanco y negro cortó las emisiones y, ansiosos como estábamos de noticias, nos tragamos ocho horas de monos

Momento en el que el Teniente Coronel Antonio Tejero se dirigía a los diputados del Congreso el 23 de febrero de 1981

Momento en el que el Teniente Coronel Antonio Tejero se dirigía a los diputados del Congreso el 23 de febrero de 1981

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Creo que tengo el cenizo. Mi buena amiga Sandra Aza, gran escritora, autora del Libelo de sangre cuya lectura recomiendo vivamente a cualquiera que disfrute con la buena novela histórica, comenta mi artículo anterior y dice: “Me gusta muchísimo la cita que haces de la laguna Estigia. Te falta mucho para pasar por ella”. No debe de ser tanto e insisto otra vez en que tengo el cenizo porque ayer mismo me han llamado –una de esas llamadas pelmazas a la hora de la siesta- para ofrecerme un seguro de entierro. En el colmo de la generosidad me dan a escoger entre entierro o incineración por idéntico precio. El mismo día me salta en una red diabólica que mi compañía sanitaria también se ofrece para enterrarme por un módico precio pagado a plazos. ¿Se han chivado los médicos a la vista de mi historia clínica y me ven ya rindiendo cuentas a las puertas de Mulana[1]? Sandra, las compañías funerarias me rondan como los buitres a los animales enfermos en las películas del oeste. Los funerarios me recuerdan al cura de mi pueblo –aquel que tenía novia formal-, que ofrecía entierros de primera, segunda o tercera según lo que estuviese dispuesta a pagar la familia del difunto.

A los que tenemos una edad, y nos ofrecen a diario gangas para un entierro decoroso, mil veces nos han y hemos preguntado: ¿Tú dónde estabas el 23-F? Tempus fugit, parece que fue ayer y han pasado cuarenta años.

A mí, el golpe me pilló en la cárcel. No digo el golpe de Tejero porque el guardia del bigote, las voces y las llaves de judo fallidas a Gutiérrez Mellado en el Congreso, creo que era un peón solamente.

Yo era el último mono y estaba preparando una oposición superior. Tenía un despacho desvencijado y ruinoso en el departamento de aislamiento –donde estaban los más malos de entre los malos- ahora ocupado por la Fiscalía, justo encima de la Clínica Forense. Hablo de la vieja cárcel de Benalúa, Reformatorio de Adultos de Alicante, convertido en Palacio de Justicia del que aún no sé cómo han podido sacarle aquel olor intrínseco que lo inundaba todo. Una mezcla nauseabunda de sudor, pies, zotal y pan recién hecho por las mañanas, que salía de los sótanos donde ahora descarga la policía a los detenidos, y que eran panadería, almacén, cocina y patio de fregar perolas.

Esa tarde había respirado tranquilo porque terminaba de cerrar, tras su salida al patio, al preso más peligroso que he conocido nunca. Un argentino delgado, pequeño y fibroso que tenía acojonada a la cárcel de Benalúa al completo –incluido yo aunque intentara disimularlo-. Un día se dio un corte en la flexura del codo. Salía la sangre como si fuera un surtidor. El médico asustado dijo: si la policía tarda en venir me lo llevo yo en mi coche al hospital –ese edificio precioso que ahora es museo-. Si tú lo llevas al hospital –dije convencido- antes de que llegues, te roba el coche, te da de hostias y lo encontramos dentro de tres días en Alemania. Se muere, se muere –repetía el médico-. Vino la policía. Avisé de su peligrosidad y, uno grandote afirmaba risueño: Este a mí no se me escapa. El moribundo, en el hospital resucitó, se fugó, secuestró a un hombre en la calle Ingeniero Canales. Se fue a su casa con él, se duchó, se puso su ropa – tuvo la precaución de secuestrar a uno de su talla- y lo cogió la guardia civil en un taxi a la altura de Villena. El taxista se lamentaba. ¿Quién me paga a mí el trayecto de Alicante a Villena? Alégrese usted de que lo han cogido cerca –consolé al taxista que venía a la cárcel a cobrar la carrera- porque habría perdido el trayecto a Madrid y el taxi con toda seguridad.

La radio desgranaba una letanía de nombres que votaban la elección de Calvo Sotelo como presidente tras la dimisión de Suárez

El argentino –Fernando Alonso se llamaba, cuando aún llevaba pañales el piloto asturiano- compungido tras su captura por los guardias decía: Esto me pasa por buena persona. Lo deje atado en una silla en su casa y se chivó. Debí matarlo.

¡Qué amigos tenía en aquella época! ¡Qué relaciones tan influyentes! Acababa de respirar tras cerrar su puerta y me puse a repasar unos temas –absolutamente inútiles- de derecho penal, constitucional y penitenciario para intentar subir un poco, no en la escala social que era la misma, sino en el sueldo.

La radio desgranaba una letanía de nombres que votaban la elección de Calvo Sotelo como presidente tras la dimisión de Suárez. Se oyen unos golpes y el locutor de la SER con un acojono evidente dice: ¡Entra la guardia civil! Se oyen más golpes y al minuto, en un micrófono que se había quedado abierto se oye a alguien con hablar gallego: ¡Apaga eso que te mato!

La cárcel aún no se había enterado de nada. Salgo a buscar al jefe de servicios y le digo con cara de terror: En Madrid están dando un golpe de estado. ¡Que te pegues una vuelta! -contestó incrédulo y riendo-.

Era un golpe de estado. La noticia corrió como la pólvora porque aquella televisión desvencijada en blanco y negro, que había en el comedor –según se entra hoy en los juzgados, a la izquierda del control de la guardia civil- cortó las emisiones y, ansiosos como estábamos de noticias, nos tragamos por orden de Milans del Bosch, ocho horas de monos subiendo y bajando por los peñascales.

Dos funcionarios se presentaron en la puerta pistola en mano exclamando alborozados: ¡Ya era hora, ya era hora!

El bando de guerra del generalote golpista se repetía machaconamente y condenaba a muerte a todo el que se desmandara lo más mínimo. Los presos “hicieron oreja”. El jolgorio de los comedores a modo de mercadillo de Babel dio paso a un silencio sepulcral. No se oía un alma. Hasta el argentino se puso inmediatamente a hacer ejercicios espirituales. Todo el mundo cenó y se fue a su dormitorio como en un viacrucis de semana santa. Hasta los menores –en aquella época, los Pinteños, los Cortés Escobedo, la banda del mono de las mil viviendas al completo…- se rehabilitaron en un santiamén y parecían novicias de las madres mercedarias. Silenciosos dejaron desierto su patio –ese sitio cutre, ese jardín mal cuidado como todos, donde ahora los novios se hacen las fotos de boda-.

Dos funcionarios cuyo nombre jamás diré, aunque me pasen por una picadora de sobrasada mallorquina, se presentaron en la puerta pistola en mano exclamando alborozados: ¡Ya era hora, ya era hora!

Los guardias civiles estaban más acojonados que nosotros. ¿Sabéis algo? ¿Os han dicho algo? ¿Veis desde las garitas algún movimiento en el cuartel? –Frente a la cárcel estaba, hoy aparcamiento y dicen que futura ciudad de la justicia, el cuartel de San Fernando- ¿Creéis que saldremos de aquí mañana y nos harán el relevo o vendrán directamente a fusilarnos? El terror era creciente, la radio solo emitía música militar y el bando de Milans y la ignorancia no dejaba ni que los monos de la televisión nos tranquilizaran en absoluto.

España llevaba unos años duros. Con el mejor presidente de los dos últimos siglos, ETA mataba a capricho, los GRAPO mataban, los Comandos Autónomos Anticapitalistas mataban, el Batallón Vasco Español mataba y… saltaron las costuras del Estado.

Yo no sabía si saldría de la cárcel a la mañana siguiente o me quedaría en ella cambiando mi condición de funcionario por la de preso. Salió el rey y desmontó el golpe o eso parecía. Siempre he sido republicano y esa noche me convertí en Juancarlista ferviente lo mismo que se convirtió Saulo cayendo del caballo camino de Damasco.

Hoy, tantos años después aún tengo muchas dudas. Pilar Urbano –no es santo de mi devoción- publicó “La gran desmemoria. Lo que Suárez olvidó y el rey prefiere no recordar” un libro en el que habla del alma del golpe. El coronel Martínez Inglés, en su obra “23- F. El golpe que nunca existió”, extiende también las sospechas sobre la organización de la rebelión militar.

Serán los historiadores, con el paso de los años, la investigación y la desclasificación de documentos –que yo no veré porque ya habré hecho efectivos mis seguros de decesos- quienes tendrán que arrojar luz sobre unos hechos aún nebulosos.


[1] En algún otro artículo he citado a este personaje entre divino en infernal. Los legionarios en Larache en los años cuarenta – entre los que estaba mi padre- personificaban en Mulana la divinidad, el personaje que te recibía tras la muerte y ante el que debías rendir cuentas.

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