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Escritor, una profesión de riesgo

Una muestra de cómo funciona el país es viajar en avión al extranjero

Imagen de archivo del aeropuerto de Alicante

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Milagrosamente he vuelto de Portugal. ¡Que tierra tan maravillosa! ¡Qué gente tan acogedora! Cuatro días sin oír noticias ni ver telediarios. No he acabado de llegar y ya me bombardean con cuestiones que casi había olvidado: Pedro Sánchez no ha conseguido la ansiada y anunciada foto del sofá con Biden, su encuentro se ha reducido a un paseo efímero en el que ni siquiera se ha podido mencionar la palabra Marruecos, ahora que los americanos tienen allí grandes intereses. El PP – dicen- sube como la espuma y siguen saltando a la palestra sus ofertas, que olían a chantaje de cojones, con el inspector que investigaba la Gürtel. Anomalías y presiones paralelas, las llama él, que intentaban desbaratar las investigaciones y el comisario Olivera va a tener que declarar imputado por sus abrazos con el ministro urdidor. Han empezado las rebajas con los millones y millones de euros que iban a venir de Europa para reconstruirnos. Estaremos atentos. A ver si esos millones sirven para crear puestos de trabajo y no para chollos, chanchullos, enchufes, peloteo y demás historias que terminan siempre igual, unos cuantos forrados, enganchados a la mamandurria y los demás pasando fatigas.En fin, el drama nacional es otro: por un lado Rociíto y por otro Sergio Ramos que sale del Madrid. No hay agradecimiento, no hay vergüenza y no se trata como se merecen a quienes son figuras patrias o descendientes directos de esas figuras. ¿Cómo vamos a ser un país modélico si despreciamos a gentes que han dado más a la nación que Ortega y Gasset, Ramón y Cajal, Pi y Margall y Daoiz y Velarde juntos?

Una muestra de cómo funciona el país – ¿el país, los países o las líneas aéreas payasas y de bajo coste?- es viajar en avión al extranjero. Estoy muy cabreado y pierdo un poco la objetividad, los artículos sirven para desfogarse. Voy a respirar hondo, sujétenme el gin tonic a ver si consigo reposar las ideas.

Vuelo desde Alicante a Oporto. Tengo mis dos dosis de vacuna puestas en la Ciudad de la Luz con la marca Moderna. No he cogido el virus ni me he sentido mal en ningún momento – un anciano cachas de gimnasio- y me han dado un papel precioso con banderitas de colores europea, española y valenciana que dice textualmente: Certificat covid digital de la UE. Y entre los datos del certificado un montón de números y siglas que identifican la vacuna, entre otras cosas. La experiencia me demuestra que todo esto es como si estás calvo y te colocas un peluquín. Parece que tienes pelo pero a la menor ventolera, se te escapa el toldo y quedan tus vergüenzas al aire sin remedio. Mi aventura deja pequeño a Indiana Jones. Ha sido una mezcla de la Iliada, la Odisea, os Lusiadas – por aquello de Portugal- y el Cantar de Mío Cid - por la parte española-.

Subo al avión en Alicante. Ningún problema salvo que dos imbéciles se empeñan al anunciar al pasaje su dedicación profesional. A voz en grito: ¿Tú crees que hay posibilidad de negocio? Podemos invertir cuatro mil - y cuando ha repetido diez veces su posibilidad de inversión- me entran ganas de decirle: invierta, pero déjenos en paz y apague el teléfono. El otro empresario agresivo entona una cantinela similar: ¿Esas bombillas cuánto valen? ¿Y son leds? ¿Da igual la cantidad que compre? Eso así no puede ser. Ya vemos cómo se mueve la empresa española, entre las preguntas sobre si hay negocio y el precio de las bombillas leds. Siguen con su conversación fervorosa y les importa un rábano que el avión coja carrera y pase por encima de los bloques de pisos de los arenales. Hasta un bebé, en brazos de una chica rubia espectacular, se niega a comer y llora con desesperación – creo que no le gustan los inversionistas-.

En Barcelona no hay tiempo ni de beber agua. Sale el avión de Oporto y el catalán que mira mis papeles de vacunado me examina con detenimiento. Me remira. Piensa que soy contrario a los indultos a los golpistas y no le caigo bien. Vuelve a examinarme y le pregunto si he de quitarme algo para que me examine mejor aunque le advierto de que, si me desnudo, gano mucho. Tras una última mirada a mi certificado y con cara de asco me deja pasar. Pienso comprarme para mi próximo vuelo por esas tierras de amnistía e independencia una foto de Puigdemont y otra de Junqueras para llevarlas en las solapas.

¿Quién dijo que escribir es un trabajo tranquilo, relajado y hasta aburrido?

El vuelo hasta Oporto solo me lo amarga mi vecino de asiento – que levante la mano quien no tenga un vecino de cualquier condición al que no quiera ver preso en una de aquellas trampas que salían en las películas de Tarzán-. El chico se duerme profundamente y se recuesta sobre mi hombro arrullándose feliz. No me van los tíos sobre el hombro y este mucho menos. No se ha duchado para volar y, en su profundo sueño, pega respingos de vez en cuando como si en la selva estuviese siendo perseguido por el gorila del chiste, ese que practica colonoscopias en vivo.

Oporto…¡qué preciosidad! Mis amigos me esperan y emprendemos camino a Peso da Régua, un paraíso en el Alto Douro Vinhateiro. En Oporto no se produce vino. Lo hacen en el Alto Douro y en Oporto lo almacenan. Voy allí con De prisiones, putas y pistolas a hablar sobre la desviación social. Ya saben… los chavales que se salen del tablero de juego y se meten en un problema detrás de otro. La sociedad quiere estabilidad y estos chicos molestan. La defensa es apartarlos. Un gran lío. ¿Por qué hay que integrarse en la sociedad? – pregunta uno-. Por el propio beneficio. Estigmatizado, señalado con la marca de la marginación, fuera del grupo adaptado, se vive realmente mal.

Luego de la tarea literaria y académica, mis amigos portugueses se estiran hasta lo indecible y recorremos el Douro arriba y abajo visitando la zona como solo se puede hacer con los cicerones autóctonos. Comemos y bebemos como auténticos dioses y aprendo una palabra que me va a servir para distinguir a alguien que conoceré en el aeropuerto al intentar volver: “Maluquinho”, o sea, gilipollas.

Después de tres días de vino y rosas intento volver a España. Tengo mi vuelo con la tarjeta de embarque y con una nota de prioridad que no vale ni una mierda. Una “maluquinha” se empeña en que España no deja volar con mi carnet de vacuna – ese rojo que expide la generalitat de Ximo Puig y que vale como una peluca en día de vendaval-. Necesito un PCR.

Intento razonar: mire usted. He venido hace dos días con esta documentación y con ella quiero volver. Soy español, no voy de turismo y, aunque estuviera contagiadísimo, mi país tendría que hacerse cargo de mí. Esta documentación – continúa la “maluquihna”- su país no la acepta. Y a usted, si está enfermo tampoco.

En peores garitas he hecho guardias, pero la portera de la línea low cost se erige en Manuel Desantes, el compañero de Don Biblio el jefe y guardián de los libros felices, se autonombra catedrática de derecho internacional: España exige PCR para entrar en el país y usted, con esa documentación, no puede. ¡Con dos cojones! La maluquinha me ha convertido de golpe en apátrida y sin PCR no tengo país donde volver, me tengo que quedar a vivir en el aeropuerto de Oporto. Imaginemos – señorita, le digo con toda la amabilidad que me nace que es muy poca- que vacunado y todo, me he contagiado. ¿No puedo volver a mi país? ¿Quién carga conmigo enfermo de Covid? ¿Tras cotizar cuarenta años en España, a la vejez, voy a ser una carga para el erario portugués?

No hay razonamiento, tengo que perder el avión y buscarme la vida porque el carnet de la generalitat y el certificado europeo no valen – otra vez me martillea la cabeza la imagen de la peluca en el vendaval- y, con ellos, España no me admite.

Pierdo el avión, me busco la vida para hacerme el PCR que exige la “maluquihna”, saco otro billete hacia donde cristo perdió el mechero porque vuelos a Alicante ya no hay y tengo que alquilar luego un coche para volver desde el aeropuerto lejano – este español, menos mal- hasta mi casa. Si el PCR llega a dar positivo aun estaría dando vueltas por el aeropuerto Francisco Sa Carneiro ¿Quién dijo que escribir es un trabajo tranquilo, relajado y hasta aburrido, ideal para los abuelos? Es una profesión de riesgo, como trabajar en la guardia civil desactivando explosivos.

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