Contagios disparados
Habíamos querido creer las explicaciones del Gobierno sobre la presunta superación de la pandemia, pero los últimos acontecimientos nos llevan a pensar que de eso nada de nada
La sexta ola nos ha pillado cansados y con la guardia baja, además de metidos de lleno en las fiestas navideñas, por si fuera poco. La Navidad suele ser la época de más contactos interpersonales del año, el momento en que más nos apetece juntarnos con la familia y los amigos, hasta el punto de que hay muchos que solo se acuerdan de nosotros en estos días. Determinadas celebraciones parecen obligadas, tan animales de costumbres somos. Cierto que estos son los momentos más entrañables, que nos suelen recordar otras épocas, cuando nos juntábamos con familiares queridos que ya no están entre nosotros, y a los que echamos de menos. Por eso precisamente, porque las ausencias pesan lo suyo, además, poder reunirnos con los que más queremos nos parece tan importante en estas fiestas, después de las restricciones de las Navidades pasadas, aunque pueda en algún momento parecer contrario a la razón, dadas las circunstancias.
Después de la Nochevieja de 2020, que fue apoteósica como recordarán mis lectores más fieles, en que me encontré acompañando a mi padre en el box de urgencias de un hospital y escuchando por la radio las doce campanadas, creía que este año me tocaría una celebración más convencional. Claro que aún no está todo dicho, porque para Fin de Año quedan unos días. Y desde luego la de esta Nochebuena ha sido sin duda muchísimo mejor que ese episodio del pasado año que les relato, pero esa velada a dos a las que nos vimos obligados debido a mi reacción a la vacuna -que me dejó tirada como una colilla-, no se pareció en nada a las cenas de antaño, cuando poníamos una mesa kilométrica en el salón de casa de mis padres, de veinte, veintidós, o veintitrés puestos, porque siempre éramos un batallón y en casa cabíamos todos. Si hay algo que nos ha enseñado la pandemia es, sin lugar a duda, que tenemos que aceptar lo que nos venga.
Todos habíamos querido creer las explicaciones del Gobierno de los meses anteriores sobre la presunta superación de la pandemia, después de un año de vacunación. Queríamos dar crédito a que podíamos pasar página en esta pesadilla de mascarillas, ingresados, PCR y lista de bajas diaria, pero los últimos acontecimientos nos llevan a pensar que de eso nada de nada. Las cosas no son tan fáciles como nos las habían pintado y aunque se repita algo muchas veces no por ello se convierte en realidad. Un día estalla una variante en Sudáfrica y a la semana siguiente la tenemos entre nosotros y estamos hasta las orejas de contagios. Parece que no haya barreras de ningún tipo para este asqueroso virus de laboratorio, que ojalá a quienes lo crearon les venga el karma y les dé su merecido tanto a ellos como a sus descendientes y se les caiga a trozos.
Nos decían desde el Gobierno que con la vacunación se superaría todo, pero como se ha podido comprobar la cosa no es así. He oído en los medios públicos que llevamos un 90% de mayores de 12 años inmunizados en España, en lugar de decir de vacunados, pues si no me equivoco una cosa -ponerse la vacuna- no implica directamente la inmunización. Ojalá. Una cosa es la realidad, aplastante, y otra son los cuentos chinos, que por desgracia queremos creernos a pies juntillas.
La medida indiscriminada de obligar a ponerse la mascarilla por la calle a todo el país parece en realidad un acto de tirar la toalla
El actual nivel de contagios tiene las urgencias de atención primaria y los hospitales al borde del colapso. Con casi 1.000 contagios por cada 100.000 habitantes, estamos llegando a los niveles más altos desde que empezó toda esta locura. La única buena noticia, según parece obra de la vacunación, es que las defunciones no están, ni mucho menos y afortunadamente, en las mismas cifras que se llegaron a alcanzar en los momentos más duros de la primera ola. Sin embargo, si debido al elevado número de contagios llega un momento en que la atención sanitaria se desborda, ¿qué pasará? De hecho, ya lo vivido quienes nos contagiamos el pasado mes de enero, en el momento más duro. Me tocó tirarme cinco horas en las urgencias de un hospital hasta que conseguí que me auscultaran, me hicieran una placa y me mandaran para casa con una bolsa gigante de medicamentos. Los que lo hemos vivido sabemos que no tiene ninguna gracia, aparte del riesgo de dejar sin atender las urgencias que verdaderamente sean de vida o muerte.
Así las cosas, la medida indiscriminada de obligar a ponerse la mascarilla por la calle a todo el país, sin acompañamiento de otras para tratar de frenar la expansión del virus, parece en realidad un acto de tirar la toalla, un abandono de funciones en pos de las celebraciones navideñas, como si el capitán del barco entonara un “sálvese quien pueda”. Pan y circo para el pueblo, que ya vendrá la cuesta de enero con los contagios por las nubes y entonces veremos qué hacemos. Así que cuídense, por favor. Y feliz 2022.
Mónica Nombela Olmo
Abogada y escritora