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Se acabó la noche de paz

Han salido en tromba contra el ministro: si tienes algo que decir, que afecte gravemente a un sector como el ganadero, tienes que lavar esos trapos sucios en casa y no en un periódico inglés

Una vaca pastando en una finca de ganadería extensiva / Carlos Luján / Europa Press

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Noche de paz, noche de amor, claro sol brilla ya y los ángeles cantando están. La Navidad antigua, la que celebrábamos los abuelos cebolleta con mantecados de Estepa y anís del mono dulce, con adeste fideles y misa del gallo, con pollo en pepitoria y brasero de picón en la mesa camilla, ha pasado a la historia. Ahora la Navidad es una fiesta incrédula, a la misa del gallo no va ni el párroco y la cambian por un video de “yutú” del Papa Francisco dando la bendición acelerada e initeligible urbi et orbi y soltando cinco o seis obviedades – hay que luchar contra las injusticias, hay que poner orden en los abusadores de niños, las guerras son una impiedad y frases similares que han tenido lugar con diferentes disfraces a lo largo de toda la historia del ser humano-. Lo rodea una tribu de tipos con sotana negra, con faja y boinilla fucsia y más vagos que el sobaco de un churrero porque no se mueven ni pestañean en todo el discurso. Ahora, en la Navidad, rivalizan los Reyes Magos y Papá Noel para ver quien trae más regalos a los niños repelentes que no saben a qué video juego atender. La Navidad es una trifulca publicitaria entre Amazon, Aliexpres, el Corte Inglés y Carrefour. Una guerra sin cuartel entre colonias anunciadas por un tío que se tira desde un acantilado y se sube a un barco donde lo espera un pibón en bikini y otra que anuncia un tío cachas lleno de tatuajes, subido en una moto con cuernos – toquemos madera y quien no los tenga que levante la mano- que anda por el desierto como si estuviera corriendo el Dakar pero en modo “turbo packet special”. Entro en una crisis de identidad y creo que me gusta todo: las colonias, la moto con cuernos, el pibón de la barca y hasta el tío de los tatuajes y el que salta desde el peñasco como el que se toma un pincho de tortilla en don pelmazo.

Voy al psiquiatra y me receta terapia psicoanalítica a la vez que ordena que deje de ver telediarios y de leer periódicos. No puedo, doctor - replico compungido- ver telediarios y leer periódicos es superior a mis fuerzas. Con las noticias que hay – dos años ya con el coronavirus, con Sánchez y Podemos, con Casado, Ayuso y Teodoro Egea- ¿No cree usted que padezco un síndrome masoquista importante? El médico se olvida del psicoanálisis y me remite al conductismo primitivo: meta los dedos en el enchufe de la luz cada vez que le dé a usted el impulso imparable de leer, ver o escuchar noticias de política. El calambrazo lo rehabilita. Fijo.

Salgo de la consulta, me siento en la primera terraza que encuentro y, auxiliado por un tercio de Alhambra verde y otro de Águila sin filtrar, me sumerjo en el primer periódico que me viene a la mano.

Huelo a elecciones. Las que van a tener lugar en Castilla y León han desatado las hostilidades porque todos piensan que son un test – como si fuera el de antígenos- válido para ver cómo andan los respaldos del pueblo y las fuerzas de cada partido - entiéndanse fuerzas y respaldos como posibilidades de pillar cacho y seguir disfrutando de sillones-.

Salta a la palestra un tema esencial: hay un ministro que se llama de Consumo. No sé cuáles son sus competencias y me parece que su ministerio es un huerto para colocar lo que todos los políticos conocen como cuotas de partido. Este señor ha abierto la caja de los truenos con el asunto de la ganadería intensiva.

Es evidente – yo soy cada día más animalista, aunque me niegue a alimentarme solo de verduras y proteínas de bote- que a todos nos gusta el jamón de pata negra, de cerdo criado en la dehesa extremeña a base de bellotas y a todos nos gusta el pollo campero y los huevos con la yema resplandeciente en lugar de incolora. Nos gusta más eso que la carne casi plastificada, el jamón raquítico y los huevos anónimos de granja amontonada. Evidentemente no es lo mismo un cerdo trotando cochineramente en una dehesa de Cáceres que uno encerrado como si fuera un Fíes peligroso de régimen especial. Hay un problema: con la ganadería intensiva parece que se ha democratizado en cierto modo el consumo de carne. En mi infancia – lo raro es que haya llegado a la vejez con aquellas condiciones infames- comer arroz con carne era un acontecimiento cósmico que tenía lugar como los eclipses de sol, muy de tarde en tarde. Sabíamos todos de sobra que, si un pobre comía jamón, o estaba malo el jamón o estaba malo el pobre. Nunca olvidaré – esto es una historia del estilo La colmena de Cela- una de las pocas veces que entré en la única carnicería que había en mi pueblo y una señora requirió al carnicero: Deme usted un filete, que sea tierno, por favor, que es para un enfermo. Sé de algún restaurante en el que hay que pedir lo mismo. Cuando en el franquismo aún no habían entrado a intentar europeizar el gobierno los tecnócratas del Opus, la carne era un lujo asiático al alcance de muy pocos. Ni los sindicalistas – que no había – sabían entonces, no ya qué era una mariscada, sino ni siquiera un chuletón de Ávila.

A lo que vamos, que el ministro con esta cuestión saducea – si dices una cosa está mal y si dices la contraria está peor- la ha liado parda con las afirmaciones que ha hecho sobre la calidad de la carne que España exporta y sobre si hay que comer menos carne porque las macrogranjas influyen negativamente en el clima.

Si Garzón fuese socialista, estaría en su casa con las pantuflas y la bata desde el día siguiente a sus manifestaciones

No soy ningún experto en clima – para eso ya está el catedrático Jorge Olcina- ni soy experto en veterinaria – para eso ya están Don Justo y Doña Nieves, que saben un huevo de animales de cuatro patas-, pero una cosa sí tengo clara y vienen a darme la razón los ministros y barones socialistas y la derecha rampante. Todos han salido en tromba contra el ministro bisoño: si tú tienes algo que decir, que afecte gravemente a un sector como el ganadero, tienes que lavar esos trapos sucios en casa y no en un periódico inglés porque te va a caer la del pulpo como es el caso. Garzón no está cesado porque Sánchez no puede deshacerse del apoyo podemita. Si Garzón fuese socialista, estaría en su casa con las pantuflas y la bata desde el día siguiente a sus manifestaciones sembradoras del caos y palanca electoral de la derecha en bloque.

Sigo con mi obsesión lectora, con mi masoquismo periodístico y leo – guardo la página en mi guasap por si alguien la requiere o piensa que me lo he inventado- otro caso que los plumillas y tertulianos han convertido en problema nacional de primer orden: el emérito, refugiado en el golfo pérsico desde hace más de año y medio – nada nuevo en la monarquía, recuerden a Carlos IV, Fernando VII, María Cristina, Isabel II o Alfonso XIII, que la historia se repite-, quiere volver a España. Lógico, aquí se vive mejor que en esos secanos por mucho jeque que te hospede y mucho lujo que te rodee. ¿Ese es el problema de este país ahora? Sigo leyendo – ojo que guardo la página- que el emérito quiere volver a España, afirman que lo hará previsiblemente cuando la fiscalía del Supremo archive las diligencias por distintos delitos económicos, pero que quiere tributar en Abú Dabi. Miro el calendario, no es el día de los inocentes y no quiero desatarme.

Cabreado como una mona me dedico a la literatura. Cuando lean esto, andaré por Alicante con Carmen Mola. Ya saben, esos tres tipos - Jorge, Antonio y Agustín- que han sorprendido a propios y extraños con un novelón histórico-negro de tres pares. En “La Bestia” nos trasladamos en una narración magistral al Madrid de 1834. Ha muerto el gran traidor Fernando VII, reina la regente María Cristina, una pieza de cuidado, y la capital de España es un hervidero de conspiraciones, carlistas golpistas, frailes trabucaires, suciedad y rumores demoníacos sobre el cólera que mata, como siempre, a los más pobres. La novela es una pasada y esta misma noche la disfrutaremos, contada por sus autores, con una cena en El Maestral. No sé si habrá carne, pero yo no me la pienso perder.

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