Un mundo que se va con ellos
Se han ido para siempre dos de esas personas que el dramaturgo Bertolt Brecht llamaba "los imprescindibles", porque durante toda su vida lucharon por el liberalismo como centro de la polític
Este viernes se fueron para siempre dos de esas personas que el dramaturgo Bertolt Brecht llamaba "los imprescindibles", porque durante toda su vida lucharon por el liberalismo como centro de la política del buen hacer sin estridencias y ampliando equidistancias; de entender la existencia; dándose a los demás sin intercambiar prebendas futuribles, alejándose con lo puesto (el hombre feliz no tenía camisa) cuando las dos Españas volvían a la gresca cainita sin la posibilidad conciliadora de su concurso, sabiduría y bonhomía.
Cuántas cenas en los reservados de la Olleta de Barranquí. Cuántos acuerdos al límite en el despacho de Rafa Martínez Campillo, cuyas paredes nos podrían contar todas las verdades y mentiras de aquella Transición abocada a la Constitución de 1978, al menos en lo que hoy entendemos como Comunitat Valenciana, y entonces quería ser País o Regne según de quien viniera el envite; por no hablar de una comarcalización con todos sus problemas del chovinismo inherente en cada cual, y que fue puesta sobre el mapa a imagen y semejanza de la que habían delineado los sindicatos; hablamos de una provincia en la que el norte y gran parte de la costa eran valencianoparlantes y querían ser valencianoescribientes, de pros versus anticatalanistas; de una capital y gran parte mesetaria absolutamente unidas español común, por no hablar de la Vega Baja, siempre equidistante e independiente de Valencia y de Murcia.
Martínez Campillo, era la sonrisa del Régimen de Adolfo Suárez es de que se fundó aquella UCD, un tótum revolutum de partidos bisagra entre los socialistas españoles reconvertidos a la socialdemocracia en el congreso de Suresnes, junto a los comunistas de un Santiago Carrillo que habían cambiado la revolución soviética por el eurocomunismo del príncipe Enrico Berlinguer. Y, al otro lado Fraga exministro de Francisco Franco recién amojamado en el Valle de los Caídos tras una dictadura cruel y una dictablanda ignominiosa, cuyos incondicionales (entonces muchos, muchísimos, aunque duela) supo aplacar el político gallego haciéndoles entrar, aun de mala gana, por la senda democrática no orgánica ni fraudulenta, al igual que Adolfo Suárez, quien había servido fielmente al sátrapa, pero entendió que si no queríamos volver al guerracivilismo (llevábamos tres guerras fratricidas en menos de un siglo), era obligado sentar a todas las Españas en la misma mesa redonda evitando privilegios protocolarios y de poderes como la banca, la iglesia o el ejército, hasta entonces reyes de la baraja.
El abogado oriolano, que se especializó en el entonces novísimo derecho urbanístico, supo amalgamar en torno suyo personas que poco o nada habían tenido que ver con la política, pero o bien tenían prestigio ganado en sus pueblos y ciudades, o querían trabajar y aprender a construir la España democrática sin lastres centralismos ni intransigencias de campanario, ni miedo a generales africanistas. Lo malo es cuando se le metieron oportunistas cuyas siglas diferentes aportaban afiliados, sino parcela de poder. Por eso se retiró, volviendo cuando Suárez lo intentó por última vez con aquel CDS que tan bien nos hubiera venido hoy haciendo la labor a la que Ciudadanos no alcanza o no sabe.
Hasta el último momento trabajó para Orihuela, su pueblo, Rafa Martínez Campillo tanto en el ámbito de la restauración monumental apoyándose en el MARQ, como a la hora de que la capital de la Vega Baja volviera a tener el peso específico de antaño, pero desde la modernidad del siglo XXI que hoy intenta arrebatarle Torrevieja o el expansionismo ilicitano vía Crevillente. Más de una vez me comentó que la España provincial de Javier de Burgos estaba mal diseñada. Supongo la estará pintando allá donde van a reunirse los hombres buenos.
Barranquí, apuesto a que muy pocos conocían su nombre bautismal: José Ángel Navarro Montaner, era toda una personalidad expansiva y culta, sin querer jamás aparentarlo. Bien se le recuerda melena al viento y unos ojos claros y profundos mirando por encima de las lentes de leer. Parecía un intelectual de izquierdas, pero al poco de tratarlo se adivinaba un ácrata con el corazón y su enorme coco nemotécnico a la derecha. Sabía de arte plástico y gastronómico tanto como el mejor condotiero de las repúblicas italianas renacentistas. Era el último mohicano de aquella Altea en pendiente que se hizo famosa a mediados de siglo pasado por la pléyade de artistas, empezando por Benjamín Palencia, Eberhard Schlotter, Polín Laporta... y toda una hornada de entonces jóvenes pintores, muchos de ellos dejaron murales en las fachadas la paradójicamente llamada Altea la Nueva, desgraciadamente hoy en su mayoría despintados
Rastreador constante de todo aquello que tuviera que ver con la historia de su pueblo, y polifacético militante, le gustaba por igual el fútbol practicado que los toros desde una buena barrera; Velásquez que el pop americano; Paul Bocuse que la señora María como paellera afamada en su barrio. Y después de fundar El Cranc, reconocido hoy como uno de los mejores chiringuitos de playa de toda España, se refugió en su pequeño paraíso de La Olleta, en uno de cuyos laterales tenía instalada una sala de arte, donde y además de cuadros muy contemporáneos, estaban los libros que había impreso y promocionado desde su editorial Aitana.
No te digo que descanses en paz, querido Barranquí, porque tú no te has estado quieto ni bajo del agua cogiendo erizos, pero sí que te vamos a echar mucho de menos en nuestras conversaciones observando amanecer sobre la Illeta y tan pronto venías emulando a Cavafis como con ella de whiski inmemorial. Querido amigo.