Miguel Hernández. Ochenta años
Conocí a Miguel Hernández gracias a la cárcel y al gran Miguel Gutiérrez Carbonell, teniente fiscal de la Audiencia de Alicante, amante de la memoria histórica y hombre íntegro
Escribo esto a treinta metros del sitio en el que Miguel Hernández, poeta, agonizó solo en la vieja enfermería del Reformatorio de Adultos de Alicante – la conocida cárcel de Benalúa para el público, hoy sede de los juzgados. En la madrugada del 28 de marzo de 1942 moría tuberculoso, no en el sitio donde han hecho el monumento -cochambroso y descuidado, por cierto-, sino un poco más abajo y un poco más a la izquierda, enfrente de la cafetería Christian, que era donde estaba la enfermería de la cárcel, detrás de la pared del frontón y al fondo del patio por donde paseaban los penados, que ahora es puerta de entrada los juzgados y lugar de negociaciones de abogados, justiciables y procuradores, además de sitio en el que pasea doña Casilda, presidenta del Encuentro de autores literarios de Alicante.
No soy lector de poesía lo cual es un fallo importante. Me he limitado a las rimas de Bécquer en mi adolescencia; algún libro de Paul Elouard, el marido de Gala, después casada y musa de Salvador Dalí; alguna poesía de García Lorca por aquello de que mi pueblo y el suyo son vecinos, y algún poema escogido de Aute, Sabina y Marwan.
Conocí a Miguel Hernández gracias a la cárcel y al gran Miguel Gutiérrez Carbonell, intelectual potentísimo, teniente fiscal de la Audiencia de Alicante, amante de la memoria histórica y hombre íntegro por encima de cualquier otra característica. Miguel Gutiérrez, hace bastantes años, me llamó un día para regalarme un libro con dedicatoria incluida: Proceso y expediente contra Miguel Hernández. “Ensayo jurídico sobre el derecho represor franquista. 1935-1945”. En la portada contenía una nota que despertó mi curiosidad: Contiene el texto íntegro inédito del expediente penitenciario. Líbrenme todos los dioses del Olimpo y de cualquier otro santuario donde anden escondidos, porque yo no he visto a ninguno en mi larga existencia, de pretender ser un especialista en Miguel Hernández al estilo de José Luis Ferris, por ejemplo, que ese sí que sabe. Gracias a su hija, mi antigua amiga Marina, conocía a Marwan, poeta donde los haya y que inclinó mi balanza a la lectura poética que se me resistía.
Sin pretender ninguna especialidad, como el regalo de Miguel Gutiérrez despertó mi interés hernandiano, empleé más de una tarde y más de cuatro en ese asunto del expediente carcelario del mejor poeta de la historia en español. Ni Pablo Neruda, ni Jorge Manrique, ni Bécquer ni García Lorca – pese a ser mi paisano- le llegan al autor de “Carne de yugo ha nacido más humillado que bello”.
En aquella época – años 94 y 95- dedicado yo a mis tareas de espionaje etarrólogo, visitaba una y otra cárcel tomando la temperatura al mundillo etarra y dándoles ejercicios espirituales con una única idea: defended lo que queráis, pero sin pegar tiros. Por eso ahora no puedo dar la brasa con que si Bildu está en las instituciones o si Sánchez habla con los batasunos y usa sus votos para aprobar los presupuestos del Estado, porque es lo que les estuvimos pidiendo durante años.
Algunos que viajan mucho, van a congresos, a encuentros nacionales o internacionales de todo tipo, cuando cae el sol, como en casa las parientas los tienen controlados -noten la frase machista, pero era la que se usaba y uno es notario de la realidad- se dedicaban a buscar pubs y barras americanas de toda calaña para soltar las represiones caseras. Yo, como no tenía parienta que me controlara, era feo y no me gusta la noche porque estaba hasta los moños de haber hecho guardias nocturnas como jefe de servicios en Foncalent antes de ser etarrólogo, cuando llegaba la tarde, me metía en los archivos de la cárcel visitada a husmear entre legajos, polvo y chinches, para ver qué se cocía en aquellos santuarios de la historia más triste de este país.
Espoleado por Miguel Gutiérrez me di cuenta de que el expediente carcelario, que él decía íntegro de Miguel Hernández, no lo estaba. Cuando el poeta alicantino cayó preso, intentaba pasar a Portugal por la frontera de Huelva. Allí le esperaba para ayudarle a escapar a Chile, Pablo Neruda y contaba también con la ayuda de Cossío, en cuya enciclopedia taurina colaboró.
Miguel Hernández entró en la cárcel de Huelva. En aquella época, los presos, cuando eran trasladados, solo llevaban consigo una hoja de conducción que portaba la guardia civil en las famosas cuerdas de presos que se hacían por ferrocarril, no como ahora que viajan con su expediente completo de una cárcel a otra en un turismo penitenciario que es lo más parecido al Inserso que conozco, pero sin escolta armada.
Dejado su expediente en la cárcel de Huelva fue trasladado a la del Conde de Toreno en Madrid –este expediente, cerrada el Conde de Toreno, fue depositado en la ya desaparecida cárcel de Carabanchel. Desde Madrid, el pobre Miguel Hernández, conmutada la pena de muerte, en un ejercicio de generosidad franquista, por la de treinta años de reclusión mayor, fue trasladado a la cárcel de Palencia. ¿Quién cojones sería el genio que ordenó ese traslado y qué pensaba que pintaba Miguel en las llanuras palentinas? Hasta Palencia fue un servidor –que entonces mandaba algo- y recogí de manos de Paco Toni Marín, el director, el trozo de expediente de Miguel Hernández, para unirlo con los otros retazos y que quedase en la Secretaría de Estado, esta vez íntegro de verdad. De Palencia fue trasladado a Ocaña, el famoso penal, en el que coincidió con Antonio Buero Vallejo que allí mismo pintó el famoso carboncillo de Miguel. También fui hasta Ocaña a coger de manos de Ángel, el director, el trozo que ellos tenían. Y vine hasta Alicante a coger el que faltaba, el más abundante en documentación porque en Alicante contrajo matrimonio con Josefina y en Alicante murió. Documentando la recogida, aunque me pareció que no de muy buena gana, me entregó el legajo Tomás San Martín, director en aquella época, magnífico funcionario y mejor persona, injustamente tratado como otros muchos.
Miguel vivirá siempre y espero que algún día ese monumento cutre y descuidado sea un monumento acorde con la importancia del autor al que homenajea
En cada una de esas cárceles habrá un oficio firmado por un servidor dejando constancia de que me llevaba el trozo de expediente, para unir ese documento valiosísimo para la historia de España y de la literatura. En la Secretaría de Estado de Instituciones Penitenciarias quedó y allí estará.
Varias cosas me sedujeron y me llamaron la atención en ese expediente – recogí algunos otros que no hacen al caso porque es Miguel el protagonista de este artículo-. El médico de Ocaña, gran santón de la medicina carcelaria, Don Amancio Tomé certificó que no padecía enfermedad infectocontagiosa que impidiera el viaje en tren de Ocaña hasta Alicante. Poca vista, don Amancio, pues murió de tuberculosis a los pocos meses. El médico de Alicante también habló, creo recordar, en sus informes de la muerte, de la imposibilidad de cerrar los ojos del poeta porque padecía hipertiroidismo, una de cuyas manifestaciones es tener los ojos saltones. A eso, decían algunos presos, se debía su sensibilidad y el ser poeta.
Me cupo el honor de entregar una copia íntegra de todo el expediente, al entonces director del Instituto Miguel Hernández de Alicante, Adolfo Guerra y otra a Miguel Gutiérrez para que, esta vez sí, tuviera el expediente completo de su amado poeta.
Ochenta años no son nada. Miguel vivirá siempre y espero que algún día ese monumento cutre y descuidado por el Presidente de la Generalitat y el Alcalde de Alicante, que se pasan uno a otro la pelota de la competencia, sea un monumento acorde con la importancia del autor al que homenajea. Espero que quiten también la falta de ortografía, porque entre Miguel Hernández y poeta tiene que haber una coma para que poeta no parezca su segundo apellido que era Gilabert. Hoy, gracias a las últimas lluvias, ha florecido de manera natural y dos coronas lo adornan aportadas por sus fieles.