El gato tuerto y sus efectos
La protagonista de la novela es una mujer inteligente a la que el amor nubla la cabeza como a todo el mundo, porque el enamoramiento es un estado de trastorno mental transitorio
Mi amiga Vic Echegoyen, traductora en la Unión Europea porque sabe siete u ocho idiomas y habla y se entiende en todos ellos, es, además – me ha invitado a su casa entre Viena y Budapest, pero no tengo que hacerle la pelota- es, digo, una escritora maravillosa. Ha ganado el Premio Odilo en la XXIII Semana de Novela Histórica de Cartagena - ¡qué pedazo de semana y cuánto amor por la buena literatura y más cosas! - con una novela impresionante: Narra, como si ella hubiese estado allí, sufriendo los derrumbamientos de los edificios y los ahogamientos por el océano desatado, el terremoto de Lisboa de 1755. Resurrecta. Novelón, novelón.
Esta mujer – una de mis consejeras, correctoras, lectoras y amantes de “El gato tuerto”- me ha advertido tras su lectura: te has arriesgado muchísimo, Manuel. Olé por el gato. Revisa frenos, cartas de remitentes desconocidos, motos que frenan cerca…, sientas un precedente de valentía y denuncia. Se me ocurre que te hagan hakeos, escraches, difamaciones o asaltos por la calle. Cariño – le he dicho sonriendo- ya estaba acostumbrado a los etarras. No hay problema.
Mi amigo Luis Roso, escritor, profesor de lengua y literatura y comisario de la Gata Negra, junto con la Semana de Novela Histórica de Cartagena, el mejor evento literario al que he acudido, ha escrito otro novelón sobre un crimen múltiple y horroroso, a hachazo limpio, que tuvo lugar en Moraleja hace más de un siglo. El Crimen de Malladas. También ha sufrido improperios interesados por su magnífica novela. Ladran, Sancho, señal de que cabalgamos, decía Don Quijote.
Luis Roso hace suya la máxima de Don Miguel de Unamuno, aquel filósofo rector de la Universidad de Salamanca que dijo al salvaje Millán Astray: “Venceréis, pero no convenceréis”. La máxima de Unamuno, que hace suya Luis y que hago mía yo: Veritas prius pace. Antes la verdad que la paz.
Unamuno fue desterrado a Fuerteventura por la Dictadura de Primo de Rivera, fue desposeído del Rectorado de la Universidad de Salamanca por la República de Azaña y tuvo que ser Carmen, la mujer de Franco, quien lo librara del linchamiento cuando se enfrentó al borrico de Millán Astray. Pensar libremente, expresarse con argumentos y raciocinio, no hacer la pelota ni someterse al que tiene la sartén por el mango, no aceptar verdades indemostradas, aunque las hagan oficiales a bombo y platillo, suele tener consecuencias nefastas.
Veritas prius pace. Antes la verdad que la paz. Me quedan tres años de vida tirando largo. Después de cuarenta años en la cárcel, ocho en el colegio interno con los claretianos y un año y medio en la mili como artillero. Después de haber soportado a sindicatos ultras, mentirosos e interesados y a los etarras pisándome los talones más tiempo del deseable y viendo medallas de oro colgadas entre abrazos de la solapa de gentes que no habían levantado el culo del sillón, hay pocas cosas que me puedan hacer daño o asustarme.
Una si: el amor de mi vida me ha dejado, pero lejos de asustarme ha hecho que la posibilidad cercana de irme con Casilda - vigilante a tiempo completo de El gato tuerto- se me presente como un momento feliz. Una amiga simpática y amorosa me suelta, cachonda ella: si te ha dejado tu amor, apúntate al Tinder. ¿Qué es eso del Tinder? – pregunto ignorante-. ¡Cómo se nota que eres un vejestorio! En el Tinder te surgirían oportunidades que ni te imaginas. Un disfrute continuo.
Tres años se pasan de cualquier manera y, tras una vida azarosa, puedo atravesar el Sahara con media docena de polvorones
Intento documentarme sobre ese milagro moderno y lo consigo a través de un periodista que atiende por Ellacuría – como el jesuita asesinado, junto con Martín Baró, amigo mío, por los militares fascistas en El Salvador-: ese tal Tinder, escribe, es un invento que facilita y multiplica las opciones de encamarse sin tener que recurrir a los métodos tradicionales de seducción (que a mí me han fracasado repetidamente). Dice Ellacuría – sabio- que las aplicaciones de contactos son el resultado de una psicosis colectiva porque los chicos prefieren no interactuar con las chicas para no ser acusados de acoso. No me pilla el Tinder este. No soy un chico sino un abuelo y no quiero interactuar ni encamarme con cualquier chica que se publique en el Tinder sino solo con ella, que me ha dejado, y seguro que no está ahí.
Creo que se ha ido por culpa de El gato tuerto. Piensa que El gato me va a traer la ruina y no quiere verse en un saco de dormir por la noche, en los soportales de Maisonave, prescindiendo de las copas de cristal de Bohemia y bebiendo vino peleón en cartones. La entiendo.
Leo a Maite Rico que escribe artículos deliciosos sujetándose el vermú: Los libros se han cobrado muchas vidas – me consuelo. Plasmar por escrito ideas o fantasías y leerlas ha sido a lo largo de la historia el mayor ejercicio de subversión frente a los autoritarismos.
Leo – ella se ha ido y tengo poco que hacer y pocas ganas de hacer nada- a Alberto García refiriéndose al explosivo discurso de Luis Landero ante políticos y capitostes ociosos: El escritor es un esclavo de la libertad…uno puede considerarse redactor, magnífico redactor cuando junta las palabras con ritmo y melodía, pero nunca escritor. Ese salto solo se da cuando el texto deja de ser una exhibición formal y se adentra en los oscuros vacíos de la moral. La función del escritor es jugarse la vida para salvar vidas.
Leo y me acuerdo de Voltaire, que tuvo que exiliarse en Londres, perseguido en la Francia que se jactaba de haber conquistado la libertad. Me acuerdo de Emile Zola y su alegato en favor de capitán judío, protagonista del abominable proceso Dreyfus. Me acuerdo de Quevedo, que decía aquello de…donde no hay mucha justicia es muy peligroso tener razón. Me acuerdo de Miguel Hernández, que sigue con ese monumento ruinoso y rodeado de basura en los Juzgados de Alicante a doce metros de donde murió, al que el obispo Almarcha proponía la condicional si se arrepentía. ¿De qué, de las nanas de la cebolla, del niño yuntero? ¿De ser el mejor poeta en español de toda la historia?
El gato tuerto ya está casi en la calle y me avisan de que es un gato envenenado que puede darme quebraderos de cabeza. La protagonista de la novela es una mujer. Una mujer honesta, inteligente a la que el amor nubla la cabeza como a mí, como a todo el mundo porque el enamoramiento es un estado de trastorno mental transitorio, aunque a algunos les puede durar toda la vida. Esta mujer pelea por su convicción, se deja su dinero, su patrimonio y su felicidad. Engañada, vilipendiada y puesto en riesgo todo su estatus, pelea por su familia hasta la extenuación y choca contra el muro inamovible de la rigidez, la normativa, la esclerosis y el formalismo.
Eso es todo. El gato tuerto, o un tuerto ha mirado a esta mujer complicándole de manera terrible la existencia. A mí me llegó la historia y he seguido irremediablemente la senda del escritor de intentar adentrarme en los oscuros vacíos de la moral. ¿Será posible ir a la cárcel en un país que se jacta de ser adalid de la libertad en occidente? ¿Vendría ella a pedir una visita íntima? ¿es posible que tenga que dormir en un banco de la plaza de Benalúa, en un cajero automático o compartir las duchas del albergue que creo aún tienen unos curas por el barrio de san Agustín? ¿Acabaré en un comedor social independientemente del camino que cojan las bolsas y los fondos de inversión empujados por las maniobras de Putin y la OTAN?
Estoy tranquilo. Tres años que es el tope, se pasan de cualquier manera y, tras una vida azarosa, puedo atravesar el Sahara con media docena de polvorones.