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El sátiro

El Sátiro no es el de Pedro Rubens, es para empezar el acosador, el que abusa de su autoridad y existen también ninfas.

Ninfas y Sátiros, Óleo de Pedro Pablo Rubens.

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El Sátiro no es sólo ese cuadro del valenciano Antonio Fillol, pintado en 1906 con la crudeza que la temática exigía: una niña vejada identificando al violador acompañada por su abuelo. Ni el revuelo que ha causado su adquisición por parte del Museo del Prado a sus legítimos propietarios. Ni la ausencia de precisión y exactitud de lo ocurrido en la información recogida por los medios. Ni el abanderamiento -junto a las camisetas en inglés- de Compromís en Les Corts, rasgándose vestiduras.

No es el de Pedro Pablo Rubens (h. 1615) Ninfas y sátiros, que puede visitarse en la primera Pinacoteca Nacional (la segunda es el Bellas Artes de Valencia, precisamente). Tampoco es la que se considera la primera novela en la cultura occidental, El Satiricón de Petronio, desde luego. Y tampoco es el de la película de Federico Fellini (1969) que los españoles nos apañamos para ver eludiendo la censura franquista. O de otra que yo no he visto, The Degenerates, también del 69, dirigida por Gian Luigi Polidoro. Y no es el personaje mítico con patas de cabra, aquejado de priapismo crónico, perseguidor de ninfas por los bosques; ni su opuesto, el humano-cérvido gran seminador del agro: el fauno. Ni es el donjuán más truhan, ni el villano de comic o audiovisual de cualquiera de los excelentes ejemplos que procuran.

Aunque probablemente tenga un poco de todo ello. Lo es, para empezar, cualquier acosador -en el menor grado que resulte- a la mujer, a los niños o a las ancianos. A los más vulnerables en suma. Lo constata, con seguridad, cada una de las condenas en firme dictadas por la justicia española. Las mismas que se han visto rebajadas por una ley execrable. Cabría admitir el sustantivo para la autoría de la ley. Y lo es el que abusa de su autoridad docente, administrativa o política, imponiendo su caprichoso criterio al alumno o al administrado.

Para mí que lo es, quien a sabiendas prevarica. Y rayando con el sadismo (pero no me voy a distraer con el señor marqués) el malversador en rédito propio. Y qué me dicen del xenófobo, del supremacista, del soberbio, del insolidario. Del que desprecia la igualdad de todos los españoles y la unidad de España.

Sátiro es, sin lugar a dudas el policía iraní que ha dejado en coma a una adolescente por no llevar el pañuelo en la forma reglamentaria. Y sin aliento a cualquier feminista que se precie, incluido un servidor. ¿Y las voces que callan? En opinión de Rodríguez Ibarra, la (impronunciable) amnistía equivaldría a “una violación de 40 millones de habitantes”. Digo yo que al autor -o autores- se le podrá calificar de sátiro de condena rebajada. El sátiro es liante y seductor, miente por costumbre, ebrio de fuerza y de poder, erecto en consecuencia, es propenso a la bronca y al barullo sexual.

No negaré que existen sátiras y ninfos, pero sin meterme en líos de género. Pero las que me conmueven hasta llevarme a la incomprensión, son las ninfas complacidas, seductoras seducidas, entregadas en su aparente virginidad a los excesos del macho cabrío. Aunque me he encontrado en el Atlas Mnemosyne de Aby Warburg, con el Panel 47, dedicado a la “ninfa como ángel custodio y cazadora de cabezas”, que es otra versión menos meliflua de la contraparte. Tal vez se me ocurra quién la pudiera representar. Ninfas o no, violados o consentidos, una legión de españoles se sienten a la merced del sátiro. Pero cualquiera se atreve a llamar a la rebelión de las ninfas. Y a saber cómo se interpreta desde el poder.

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