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Ni a la gallega ni a la catalana ni a la valenciana: remover juntos la fondue

Suiza escoge a los ministros por su capacidad de negociación y acuerdo, por su aptitud para el gobierno colegiado: es el compromiso helvético, la concordancia.

Ni a la gallega ni a la catalana ni a la valenciana: remover juntos la fondue

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Una feliz estancia en la Universidad de Friburgo —tras las huellas de Byron, Shelley y el romántico leonés Enrique Gil—, me ha permitido salir unos días del pozo inmundo de la política española y contrastar nuestras flatulencias con el buen estado de salud de la democracia suiza.

Dejé este país sumido en la perplejidad panameña y lo hallo hundido en la apatía y el desgobierno: la desmovilización será siempre una clara victoria de la derecha. No fue posible cocinar una paella valenciana, ni siquiera prosperó la solución catalana, last minute, en la que yo creía, cándido de mí. Se impuso la no-solución de corcho galaico: aislar, taponar, resistir.

Regreso a la cruda realidad electoral con el inmenso hastío que percibo a flor de piel en la calle, en casa, en los wasaps y en las redes, en el ambiente cargado de frustración y desánimo. Armas mortíferas de la derecha: divide y vencerás. El IBEX35 mueve con una mano las marionetas de Antena 3 y con la otra los titiriteros de La Sexta. Ante la perspectiva de tres meses más oyendo llover a esta cansina tropa de fracasados, siento la urgencia de exiliarme en Suiza.

¡Ah, Suiza! Busco los tópicos (Guillermo Tell, Heidi…) y encuentro a orillas del lago Leman el grito de libertad del hereje Bonivard, inmortalizado por Lord Byron en 1816, en su poema “El prisionero de Chillón”. Encadenado durante seis años a la quinta columna del sótano de Chillón, Bonivard labró con sus pies una huella circular que estremeció a Byron, y antes y después a Rousseau, Victor Hugo, Flaubert, Dumas y tantos otros. En España tenemos pocos monumentos a los herejes, salvo la sala Galileo de Madrid y la no-estatua de Rosendo en Carabanchel. La dignidad cotiza a la baja en nuestra democracia de poca intensidad.

Paseo por los alrededores de Montreux y Gruyere en compañía de mi anfitrión en la Universidad de Friburgo, el catedrático de Literatura Julio Peñate Rivero, y su mujer Ana: cuarenta años en Suiza, doble nacionalidad, sensibilidad fina, atentos a la vida española.

La política suiza, me cuentan, es como una fondue: no vale meter el pincho o la cuchara todos a la vez, como hacemos en España. La fundue es un plato colaborativo: mientras uno come, otro remueve el queso fundido. Yo remuevo para ti y tú remueves para mí. Nos damos el relevo, cooperamos. La dulce camarera turca y el simpático mozo kosovar —sus padres llegaron huyendo de la guerra, nos cuenta—, sonríen como si entendieran nuestra conversación:

—¡Collabore! —dicen, acompañando el gesto de remover el queso— ¡Est votre travail!

Como la fundue, prosigue Julio Peñate, la política suiza se basa en la concordancia, también llamada la fórmula mágica o el compromiso helvético. Ahora mismo Suiza tiene un Gobierno de siete ministros: 2 de extrema derecha, 2 socialistas, 1 demócrata-cristiano y 2 liberales radicales. Gobiernan colegiadamente y el presidente rota cada año, por turno.

Antes de su elección, los candidatos pasan un duro examen en el que es clave su actitud ante el compromiso, su capacidad de negociación, su aptitud para formar parte del colegio gubernamental. Y cada año, también, los siete ministros son renovados o removidos por el Parlamento.

Esta fórmula mágica se practica en Suiza de abajo hacia arriba: en los ayuntamientos y en los gobiernos regionales de sus veintiséis cantones. Una verdadera confederación. Sin Zarzuela ni otras esencias patrias indivisibles. En el parlamento puede hablarse indistintamente cualquiera de los cuatro idiomas (alemán, francés, italiano, romanche) y no se concibe un ministro que no sea políglota.

Como es sabido, los suizos y las suizas votan cada tres meses por asuntos mayores y menores: una central nuclear, la ley de extranjería o la reducción de jornada de 40 a 38 h.: los votantes reciben las papeletas en casa y pueden votar por correo, durante quince días en el Ayuntamiento o en urna. Todo son facilidades, aunque la participación ronda el 50%.

No diré que Suiza es el Paraíso Terrenal (les llega con ser paraíso fiscal), pero su nivel de vida está muy por encima del nuestro; es un país niquelado, sí, de cuento, que lleva más de 160 años sin una sola guerra interna ni externa, removiendo juntos, alternativamente, la fondue de la convivencia.

Cuando la fondue se acaba, queda en el fondo del hornillo una lámina de queso tostado, un socarrat que allí llaman “la religiosa”. El romántico Julio Peñate me lo ofrece como el final más delicioso:

—Es el fruto de vuestro trabajo removiendo juntos—, dice la camarera de Anatolia.

—Es el fruto de la fórmula mágica, la cooperación —añade el refugiado kosovar.

Mientras saboreo el socarrat que hemos elaborado juntos, repaso mentalmente las palabras de Julio Peñate: en Suiza se elige a un ministro por su capacidad de negociación y acuerdo, por su actitud ante el compromiso. Las sociedades plurales y complejas no admiten gobiernos unidimensionales. Quizás debamos estudiar a fondo la fórmula mágica suiza: gobierno colegiado y un presidente renovado cada año. ¿Se imaginan a nuestros sargentos chusqueros, Rajoy, Sánchez, Iglesias, Rivera, Garzón, Junqueras, Díaz y Urkullu, removiendo la fondue por turno, gobernando colegiadamente?

Como diría Bill Clinton:

—¡Es el acuerdo, estúpidos!