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Rajoy y Puigdemont me tienen loco

Los dos me tienen loco, Mariano Rajoy y Carles Puigdemont. Pero ojo, nadie se confunda, yo distingo bien el nivel de responsabilidad de cada uno de ellos.

Rajoy y Puigdemont me tienen loco

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OPINIÓN El que nos ha traído a la actual situación de crispación, que si aquí es grande allí varios familiares me cuentan que es insoportable por momentos, es el presidente de la Generalitat catalana. Un iluminado que como única prueba de que no lo está -contra el criterio del resto del mundo- dice que no lo está. Él es el que ha lanzado a su gente y a sí mismo a infringir cuanta ley se le pusiera por enmedio, y el que, en el colmo de la osadía, ha pretendido que jueces, fiscales, y policías no las hicieran cumplir (o no las cumplieran) interponiéndoles toda suerte de obstáculos materiales y humanos.

El pecado de Rajoy es otro: no haber previsto con la suficiente antelación que las cosas llegaran a donde han llegado, con media población dispuesta a arrojarse por el precipicio (arrastrando a la media que no quiere tirarse) convencida de que Europa no puede permitirse dejarle caer. Es verdad que gran parte del problema lo ha heredado el actual presidente. Tantos años de retirada vergonzante y ausencia flagrante del Estado en Cataluña no podían acabar de otro modo.

El comportamiento del presidente en las últimas semanas, sin embargo, me parece -salvo que a última hora lo estropee, cosa que no es descartable- digno de análisis sosegado. Incluso de aplauso. Y no soy yo un entusiasta suyo, triste es tener que recordarlo para que nadie vea en mis palabras lo que no hay. No quiero ni pensar qué hubiera sido de nosotros si en esta crisis hubiera estado en su lugar un exaltado, un histérico, o un colérico-sanguíneo. A Rajoy le aprietan a diario por los dos lados, y en esa situación mantenida no debe ser fácil decidir qué hacer (con el mínimo coste y la máxima eficacia).

El manejo de los tiempos de Rajoy siempre ha sido desesperante. Incluso para diarios madrileños incondicionales, que ya es decir. Pero ése ha sido -salvo que a última hora lo estropee, cosa que no es descartable- su mayor éxito: el de conseguir que lo que parecía el fin del mundo y el colmo del autoritarismo represor -la aplicación del artículo 155- haya acabado siendo considerado por todos los que no aman la bronca o piden la luna (la negociación bilateral) el maná, la panacea, o el bálsamo de Fierabrás para la actual coyuntura. Recuerden que hace apenas unas semanas una televisión nacional anunció en su noticiero de mediodía que el 155 suponía la presencia del Ejército en las calles de Barcelona.

El redactor de turno seguramente confundió el artículo más famoso y menos conocido de la Constitución con el nivel 5 de alerta antiterrorista, que total todo acaba en cinco. Y así está la profesión. Ahora media España exige con naturalidad la aplicación del articulito de marras, y cuanto antes mejor. Y la otra media está tan acostumbrada a hablar y oír hablar de él que el efecto espantaviejas se ha desvanecido por completo. Como en el cuento de Pedro y el lobo: ¡que viene el 155, que viene el 155 …!

Todo esto que vemos estos días no es teatro, es ajedrez. Una enorme partida de ajedrez entre Rajoy y Puigdemont, en el que nosotros somos el tablero, y en la que ninguno de los dos jugadores quiere hacer un movimiento en falso. Más allá del que ya hizo el Estado mandando a la policía el 1-O en vez del 29-S, o del espantoso ridículo diario que hacen las autoridades catalanas hasta para conseguir celebrar un pleno mediante el que desconectarse.

Ya no queremos dar más armas al enemigo. Aquí no hay adversarios. Ellos tienen fotos y cacerolas, nosotros la ley y la fuerza. Y no hay que dar la impresión de que abusamos (del ruido se puede, de la música no), no sea que venga el que tiene que dar el trofeo y declare previamente que hay que estar con el pequeño.

Así que toca preguntarle parsimoniosamente al irredento si ha declarado o no la independencia. Y que conteste por escrito. Porque claro, el muy cuco la proclamó y la suspendió para poder decir que ha hecho una cosa y la contraria, para contentar a su parroquia y esquivar responsabilidades presuntas, todo a la vez. Y ganar tiempo de paso dejando que los aliados coyunturales armen lío en el conjunto de España y el procés se eternice, que es la forma de conseguir los mediadores negados todos estos años.

Puigdemont es una fábrica notable de hacer españolistas. Ha quedado demostrado. Miren los balcones a su alrededor y díganme si están como hace tres meses. Por eso, llegado al punto al que hemos llegado, a Rajoy no le va a ser fácil dejar vivo al presidente catalán, porque entonces el que no llegaría vivo a elecciones serían él y su sucesor. Pero tiene que disimular, arrebetarles la bandera de la negociación imposible, y ofrecerles una salida hasta el final.

El presidente también ha disimulado ante Pedro Sánchez, y viceversa. En este caso, con la inminente reforma de la Constitución por bandera, que es el precio que el socialista le pedía al popular para salir él indemne del postureo de estar y no estar con el Gobierno para que no le coman ni Ciudadanos ni Podemos y a la vez continuar siendo lo que medio partido le pide: pieza clave en las instituciones. Pero ya ven ustedes en qué consiste el pacto: “un compromiso para abrir en seis meses el debate para la reforma de la Constitución”, según resumía Odón Elorza en menos de 140 caracteres. ¡Seis meses, dicen!, ¡compromiso, aseguran!, ¡abrir el debate, afirman! Largo me lo fiáis.

Pero mucho más tiempo requerirá, sin duda, convencer a los ciudadanos ahormados por cuarenta años de propaganda de que España no es el coco. Ése sí que es un problema difícil de resolver, y para el que probablemente tenga que venir otro que no haya hecho la guerra. Como pasó en el Reino Unido, que agradeció los servicios prestados a Winston Chruchill y lo mandó a su casa.

PD: presidente, la próxima vez que comparezca de improviso acuérdese de que se dice “Generalitat de Catalunya”, no “Generalitat” a secas.

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