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La Valencia del acento

Plaza del Ayuntamiento de Valencia.

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Estamos en una época reivindicativa, en la que se utilizan los vocablos democracia y votación como sinónimos, y en la que se reclama plebiscitos, referendos o cualquier tipo de consulta popular como antídoto ante disputas o controversias. En este contexto, llama poderosamente la atención la contradicción entre lo que algunas formaciones políticas reclaman en determinados contextos (normalmente cuando se sientan en la bancada de la oposición) y aquello que aplican en otros (en corporaciones donde mandan).

El cambio de la denominación de 51 calles de Valencia constituye un ejemplo palpable. Un total de 17 personas (nueve ediles de Compromís, cinco de PSPV y tres de València en Comú) han decidido poner otro nombre al lugar donde habitan miles de convecinos suyos. Han acordado que las figuras que evocaban los rótulos anteriores no corresponden a los criterios que esas 17 personas consideran válidos. Y, sin consultar a los afectados ni explicar con detalle por qué las nuevas denominaciones resultan más correctas, han procedido a ese cambio de rótulos.

Su decisión atañe a miles de habitantes de la ciudad, como insisto. El tercer dato personal más solicitado en cualquier formulario tras nombre y apellidos y DNI varía para los afectados. Esa denominación que han repetido o escrito incontables veces cuando les han preguntado por su dirección han de sumergirla en su baúl mental y adaptarse a una nueva, a repetir el nombre de una persona que posiblemente no les evoque sentimiento ni recuerdo alguno.

No defiendo que los nombres anteriores sean mejores ni peores que los actuales. Sí que sostengo, en cambio, que los afectados deberían de ser los que decidieran. Que en lugar de imponerles una nueva denominación de calle podrían haberles dado a escoger una terna de nombres para que votaran. Y preferiblemente que alguno de ellos no se refiriera a una persona, sino a un lugar común, representativo o incluso que transmita energía positiva (calle de la enredadera, de los buenos vecinos, etc).

Con el topónimo Valencia ha ocurrido lo mismo. 17 personas dedicadas temporalmente a la política han determinado que pase a ser València, con acento abierto. Sí, cierto que se han acogido al Reglamento sobre el uso del valenciano en Valencia que data de 2005, aprobado también por un número infinitamente minoritario de moradores de la ciudad que, por entonces, gobernaba.

No obstante, ni esa argumentación ni el hecho de que esta misma semana el Tribunal Superior de Justicia (TSJ) de la Comunidad Valenciana haya decidido rechazar la suspensión cautelar del uso del topónimo, como proponía el PP, obvian la imposibilidad que han tenido los habitantes de la ciudad para decidir, para pronunciarse. ¿Por qué no se ha sometido a una votación? ¿Por qué los vecinos de Valencia no han votado si quieren que se llame València, Valéncia o incluso Valentia (rememorando su origen romano)?

Poner acento o no supone un cambio, adquiere una carga simbólica enorme, afecta a la propia marca internacional de la urbe y atañe al día a día de sus habitantes cada vez que pronuncian o escriben el topónimo de su ciudad, que son innumerables. No se trata de una decisión menor o baladí. Tiene su importancia. La suficiente como para someterla a una votación en el municipio y no dejarla al libre albedrío de 17 habitantes de una localidad que cuenta con alrededor de 800.000. ¿No les parece que sería más democrático?

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