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El PP valenciano cae en la trampa y le marcan la agenda

El Partido Popular no sabe cómo parar la calculada ofensiva de la izquierda a raíz de los incidentes ultras en Valencia.

Moragues y Bonig

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El PP en la Comunidad Valenciana no tiene lo que hay que tener: relato. Se limita a seguir la agenda que otros le marcan y a disculparse por existir, dando por hecho la superioridad moral que la izquierda se arroga y la derecha asume. Vamos a llevarnos bien con ellos para ver si así no nos llaman fascistas. Seguramente por eso no se airea que además de ultras hubiera identificados de la CUP el 9-O, como ya reveló este diario esa misma tarde.

Pues miren de qué les ha servido hacer la ola, corriendo a condenar antes que la izquierda el intolerable escrache que aquí también repudiamos en la casa de la vicepresidenta del Consell sin apenas recordar -salvo honrosas excepciones- que con Rita Barberá o con los hijos de Esteban González Pons hubo silencios clamorosos o minimizaciones vergonzantes de quienes ahora se rasgan las vestiduras. Y no vale hacer distingos entre causas sociales y no sociales cuando los sociales insultan y aporrean puertas. Eso también hay que condenarlo.

Valencia, tierra de ultras y fascistas. Por si no teníamos bastante con haber pasado al imaginario colectivo como el principal secadero de chorizos de España, toma más tazas de hipoteca reputacional. No importa si de paso afectamos -infinitamente más de lo merecido- la imagen de las Fallas y del Valencia Club de Fútbol. La simple amenaza de mancillarlas con esa etiqueta hará que ellos mismos se la pongan empleándose como si su existencia girara alrededor de unas decenas de energúmenos. La agenda dictada por independentistas e izquierda cómplice marca que desde que la policía intentara hacer cumplir la ley en Cataluña hayan brotado “hordas de fascistas”, naturalmente en Valencia. Por mucho que Ximo Puig haya dicho que era sólo “un puñado” la propaganda ha sentenciado que aquí hay un Núremberg incipiente.

Nada justifica la violencia de esos asociales. Ni de ningún otro. Pero tampoco nada justifica la exageración de hacer creer al resto del mundo que cualquiera que se manifieste vociferante contra la izquierda es fascista y cualquiera que lo haga contra la derecha es demócrata. Lo que es escrache en un caso no puede ser libertad de expresión en otro. Y el PP y los resortes de poder que aún atesora no pueden callar, han de zafarse de esa trampa dialéctica si quieren volver a gobernar.

Las encuestas no publicadas, las que manejan en el Palau, les son favorables, con el imprescindible concurso de Ciudadanos. La izquierda informada lo sabe. Y juega sus bazas: agitar la calle al menor pretexto y criminalizar a los ciudadanos que salían de El Corte Inglés a gritar “fuera” a los catalanistas que se manifestaron por la calle Colón el 9 por la tarde (año tras año en franca recesión desde las decenas de miles hasta los seiscientos) porque no les gusta lo que ven en Cataluña y empiezan a temer que nosotros seamos los siguientes.

La reacción sostenida y en bloque de Compromís contra la policía y los jueces cuando les han tocado el pito desde Cataluña (la que se gasta en acción exterior lo que no tiene para sanidad), entendiendo cuando no justificando o incluso defendiendo a los golpistas del norte que sólo saben hablar de diálogo en monólogos, y rayana en la deslealtad institucional en casos como el del presidente de las Cortes, ha hecho que cayeran las vendas de color naranja con la que muchos aquí votaron en 2015.

Y todo ello sin perjuicio -insistimos- de las responsabilidades a las que hayan de hacer frente los salvajes de la tarde del 9-O (¿veinte, cincuenta, cien?) y los que intolerablemente asustaron nueve días más tarde en su casa a Mónica Oltra y allegados.

Las fichas sobre el tablero están así: el delegado del Gobierno -encantado con ser ministerio de la oposición- pide calma, Compromís lanza sus Zero (Grezzi, Nomdedéu, Nadal) contra el portaaviones del Estado, y Puig cultiva la imagen de moderado centrado que le dejan sus dos flancos, uno al que siempre se le acusa de connivencia con los violentos (por muchos que los identifique y/o detenga), y el otro al que le importa tres pepinos decir barbaridades porque siempre serán manifestaciones de opiniones particulares en ejercicio de la libertad de expresión que en nada comprometen la posición oficial -moderada, como Puig con corbata y Oltra con camiseta debajo de Zara- del Consell.

Y en esas llega Aznar y dice que no quiere una reforma de la Constitución que dé a Cataluña a plazos lo que ahora no se le quiere dar. ¡Él, que le pactó con Pujol una de las primeras entregas a cuenta!