Voluntariado político temporal
Hay que procurar que la vida política pueda atraer a gente del común, asegurándole que su entrada en política no suponga tener necesariamente que quemar las naves
Los estrategas del márketing electoral lo tienen cada vez más difícil: en cuarenta años de democracia en España no hay eslógan posible que no haya sido utilizado. Los que más seguramente, los que contienen la palabra “cambio”. Todos los que no gobiernan pretenden hacerlo, y para eso han de prometer que las cosas con ellos serán diferentes.
Pero hay un segundo bloque en el que entran los que enfatizan que los candidatos son de “los nuestros”. Contienen las palabras “como tú”, “contigo”, “juntos”, o “Podemos”, que sería el paradigma del éxito de esa estrategia. Ahora bien, ¿realmente los que aspiran a vivir de la nómina pública son como nosotros? Las estadísticas indican que la mayoría no, salvo que usted sea abogado, profesor, funcionario o no haya trabajado nunca.
Con esas cuatro “ocupaciones” encontramos a más de la mitad de los diputados del Congreso, buen espejo de lo que sucede en general en las instituciones españolas. Los abogados ganan de calle en el centroderecha y los profesores suelen ser más de izquierdas.
Los que nunca han trabajado o nunca lo han hecho fuera de la política (políticos profesionales) son nada menos que un 11% de sus señorías. Un porcentaje que sube notablemente si repasamos los oficios de los diputados de Podemos, en donde un 15% jamás ha cobrado una nómina. Tampoco PP y PSOE se libran de porcentajes estimables. En cambio todos los diputados de Ciudadanos, PNV y ERC sí tienen donde “caerse muertos” fuera de la política. Eso les confiere de entrada una independencia que conviene en estos tiempos de grandes urgencias y en los que vienen de necesarios consensos.
En las Cortes Valencianas pasa más o menos lo mismo. Tras las elecciones de 2015 nada menos que 67 de los 99 diputados son nuevos. La renovación llegó más o menos a la mitad de los populares y de sus colegas socialistas. En Compromís ha habido cambio -que no relevo- porque esta formación política ha experimentado un notable incremento en el número de escaños asignados. Continúan 5 de los 6 que ya estaban, pero amplían a 19. En donde sí son todo caras nuevas es en Podemos y en Ciudadanos, que antes no tenían representación parlamentaria.
En consonancia con el Congreso, en lo que no hay grandes cambios es en la clasificación por profesiones: de los 99 parlamentarios autonómicos casi un tercio son abogados, una ocupación muy bien avenida con la tarea de legislar, desde luego, aunque no necesaria para ese menester dado que la cámara dispone de sus propios letrados para asesorar a sus señorías legos en derecho. Y ya digo que no es una tendencia novedosa, porque en 2003, sin ir más lejos, ya se observaba claramente que los licenciados en derecho copaban el plenario.
Yendo al otro extremo, de los estudios propios a los impropios -o su carencia- para el desempeño de la tarea política en Les Corts, a sus señorías sin oficio anterior convendría clasificarlos en dos tipos: los que nunca han trabajado en nada y los que siempre lo han hecho a costa del erario público.
De los primeros hay poco que decir. Todos sabemos a qué deben su estatus, y qué van a proponer en cuanto tengan ocasión, habitualmente cosas destinadas a satisfacer a un colectivo determinado, a veces tan exiguo que incluso se llega a actuar en detrimento del interés de la mayoría.
Respecto de los que siempre han dependido de la Res Publica cabe preguntarse si es compatible ser servidor de la ciudadanía y a la vez servirse de ella a través de las instituciones para estabilizar una vida laboral. Muchas vidas laborales. En los partidos políticos esta figura la ocupan los llamados “fontaneros”, el aparato. Y es costumbre que ambas figuras, la del servidor público y la del cargo partidario, se desempeñen alternativa e incluso simultáneamente.
En la Comunidad Valenciana hemos descubierto en tiempos recientes a asesores parlamentarios que trabajaban en su partido pero cobraban de la institución, o a importantes consejeros políticos a los que por mor de disputas partidarias se les cambiaba de cargo institucional sin ningún problema (como si todo el mundo valiera para todo en cualquier momento) para que pudieran disponer del correspondiente pesebre desde el que seguir aconsejando a su mentor. Incluso hemos comprobado la existencia de quienes ni siquiera prestaban el servicio para el que se supone que fueron contratados, pero que no perdonaron ni una sola nómina.
Siendo muy lícito y encomiable querer dedicar parte de la vida de una persona con inquietudes políticas al bienestar social -aunque sea de manera interpuesta a través de los partidos-, y muy justo que ello se haga mediando una adecuada compensación económica, no es menos cierto que el ejercicio continuado de la política, especialmente si no se sabe hacer otra cosa, puede llegar a viciar las intenciones, en el mejor de los casos automatizando y burocratizando la acción pública de quien finalmente ya sólo se debe a quien le pone y repone en la lista o el cargo. Afuera, en determinadas condiciones, hace mucho frío.
Por eso, y sin perjuicio de la buena intención e incluso del buen hacer de los “profesionales” de la política (que debieran serlo antes de cualquier otra cosa para así entender mejor a sus representados o a sus gobernados), quizá la limitación de mandatos -o al menos la imposibilidad de concaternarlos indefinidamente- debiera contemplarse no sólo para los presidentes de las instituciones.
Una sana regeneración del contacto directo con la ciudadanía a pie de calle, y no ejercido ininterrumpidamente desde la poltrona o el escaño en el mejor de los casos, redundaría en beneficio de todos y evitaría la creación de “castas” que no ha mucho generaron indignación, y a las que acaban siempre sumándose aquéllos que nacieron políticamente para combatirlas, incluso homologando sus estructuras políticas a las de los partidos consolidados. Siempre en evitación de que todo ello nos conduzca al descrédito de la clase política y al desapego de la ciudadanía, en suma, a la melancolía. Y al riesgo de que los populismos ganen y la democracia quede en cuestión, cuando no seriamente amenazada.
Llama mucho la atención, sí, que las citadas estructuras de poder necesiten tantos abogados y tan pocos licenciados en Ciencias Políticas -a priori los que más debieran saber de esto- para su mantenimiento, defensa y supervivencia. Pero más aún que haya tan poca gente del común, profesionales, comerciantes, pequeños empresarios, trabajadores con formación, ganas, y buenas ideas, y ciudadanos con experiencias de éxito que compartir, a los que la vida política pueda atraer sin quebranto de sus carreras (facilitándoles el regreso en condiciones adecuadas a su vida anterior, asegurándoles que su entrada en política no suponga tener necesariamente que quemar las naves) y a los que los partidos acepten presentar en sus listas en una suerte de voluntariado político temporal.
Que no han de ser necesaria y formalmente independientes sin carnet, pero sí convenientemente independientes del parquet. Si no estaremos siempre en manos de los de siempre.