Alejandro Serrano, la fuerza de la superación
Observo a Alejandro mientras sentado frente a mí va desgranando su vida a cachitos. Me llama la atención la posición de sus manos, siempre cruzadas por las muñecas, quietas, sin la capacidad de gesticular, dedos finos y delicados que se enredan entre sí como serpentinas, en una postura casi inverosímil. Sus piernas son cortas y una de ellas, la izquierda, lleva pegada a la bota un alza de once centímetros. Tiene hombros de chicle y brazos flacos, cuerpo achicado, menudo y de aspecto frágil que contrasta con la seguridad, la convicción y la pasión como emplea las palabras, rubricadas con frecuencia en una socarrona y estentórea carcajada.
—Yo nací con las manos al revés y los pies zambos —me explica— Artrogriposis Múltiple Congénita, se llama. Una enfermedad rara en la que múltiples contracturas en las articulaciones afectan a los miembros inferiores y superiores, hasta que dejan de crecer y entonces todo comienza a menguar. Apenas tengo musculatura con la que sujetar los huesos.
Me cuenta que pasó hasta los quince años entrando y saliendo de la antigua Fe de Valencia. 16 operaciones en total, algunas múltiples, y como cada una de ellas suponían cinco o seis meses de inmovilidad.
—Me recuerdo siempre escayolado de caderas para abajo, a veces hasta las axilas para que no pudiera moverme. Tan solo era un tronco inerme. Parecía “Robocop” —ríe su propio chiste.
—¿Sabes? —continua, ahora endureciendo el gesto— éramos como conejillos de indias porque entonces no había muchos casos con los que experimentar —le digo que le comprendo muy bien, que muchos de quienes sufrimos enfermedades paralizantes en aquellas décadas nos sentimos un poco así, como tubos de ensayo con los que se creía hacer avanzar la ciencia— Yo nací en el 73, entonces solo éramos cuatro casos en toda Valencia. Recuerdo que en mi misma habitación había una niña algo más pequeña que yo, la operaron de los brazos y perdió toda la movilidad que ya no recuperó. Yo nunca he querido que me operaran de las manos y mis padres tampoco lo permitieron.
Me defiendo bien con ellas a pesar de todo. Así era entonces, —confirma, endureciendo el gesto— cuando un niño nacía con un problema físico, su vida parecía estar ya predestinada. Una especie de dictamen médico y social indicaba cual iba a ser nuestro futuro. A mis padres le dijeron que yo sería un niño, luego un adulto, sentenciado a ser un vegetal, que nunca andaría y que mi vida no tendría ningún valor. Yo nunca quise conformarme y tuve una niñez de rehabilitación intensa y continua; de células de plástico, de aparatos de metal y zapatos de hierro. Era mi madre quien me llevaba cuando no estaba operado. Lloviese o tronase, con calor, frío o viento, todos y cada uno de los días acudíamos al hospital. Hubo un fisioterapeuta: Manuel Esplugues, nadie imagina cuanto lo odiaba por tanto como me hacía sufrir. ¡Un poco más, Alejandro, estira un poco más! Hoy le estoy agradecido porque gracias a él, y al sacrificio de mi madre, hoy puedo caminar.
Me acuerdo mentir sobre que no me gustaban las pipas cuando en realidad era que no podía llevármelas a la boca.
Observo cómo la emoción se va colando entre el torbellino de frases mientras sus labios van desgranando una historia en la que no cabían los amigos —Mi infancia era mi familia, siempre bajo las faldas de mi madre, sobre todo desde el día en que mi padre nos abandonó. Apenas salía de casa, yo no podía jugar y una carga enorme de complejos me oprimía. No soportaba que me vieran así. Me acuerdo mentir sobre que no me gustaban las pipas cuando en realidad era que no podía llevármelas a la boca. Incluso tenían que darme de comer porque yo no podía hacerlo solo.
"Fue el tiempo de la escuela compartida; medio curso en el hospital y el otro medio en el colegio, que yo fui solventando con empeño y algunas buenas notas. Del carrito azul y blanco que parecía un paraguas con ruedas donde mi hermano me sacaba a pasear; de aquella silla, después, que mi primo empujaba en los tórridos y asfixiantes mediodías del verano, desde la calle Uruguay donde vivíamos hasta los tinglados del puerto. Y fue, desde luego, el regalo de aquel órgano eléctrico, un Casio PT1, que puede que lo cambiara todo. Como un juego, comencé a imitar las canciones de moda, a componer sencillas melodías y supe que tenía unas capacidades para la creación que no podía desaprovechar. Empecé a caminar cumplidos los diez años y a los quince me dieron el alta porque dijeron que ya no podía avanzar más con la rehabilitación del hospital. Liberado, me fui al Conservatorio a aprender música", sigue relatando.
Hay que inculcar valores de superación, valores de alcanzar metas para que uno pueda ser independiente el día de mañana. Los padres no viven eternamente
Le digo que su vida daría para escribir una novela, otros sueños de escayola, pero que el reducido espacio de un artículo no me permite extenderme mucho más. Él lo entiende y lanza una de sus risas estridentes. Satisfecho. En el tintero se van quedando aquellos años en los que las clases particulares de música e informática que impartía le hicieron ganar sus primeros dineros; el trabajo durante varios años en la ONCE, vendiendo unos cupones en los que las horas de inmovilidad le terminó por destrozar la espalda y que le relegó finalmente hasta la incapacidad laboral permanente. Hoy, tiene su propia casa, vive solo, con su pensión, independiente como siempre soñó, con tan solo una pequeña ayuda diaria para el aseo y la comida.
—Mi familia lo ha sido todo, pero también ha sido duro porque la sobreprotección no ayuda, cobija, pero no ayuda. Ahora como adulto así lo veo y así lo entiendo. Hay que inculcar valores de superación, valores de alcanzar metas para que uno pueda ser independiente el día de mañana. Los padres no viven eternamente.
Así le ocurrió a él, afirma. — Llegó un momento en que mi cabeza se llenó de ideas de que podía hacer cosas. Yo no iba a ser nunca ese vegetal que alguien pronosticó.
Alejandro se mueve por el mundo en su silla eléctrica, sufriendo los cotidianos y habituales problemas de accesos, rampas y medios de transportes de una ciudad muchas veces intolerante
Alejandro se mueve por el mundo en su silla eléctrica, sufriendo los cotidianos y habituales problemas de accesos, rampas y medios de transportes de una ciudad muchas veces intolerante, pero sin olvidarse de caminar cortos paseos apoyado en una muleta, aunque inevitables son las caídas (hace muy pocos meses se fracturó la muñeca), pero que son imprescindibles para no atrofiar su precaria movilidad. Es deportista adaptado, diseñador de páginas web, locutor de radio, autor de más de 70 canciones, redactor en una revista de deportes y está a la espera de editar y publicar su primer libro de relatos.
Es entonces, observándole de nuevo en su realidad, cuando me doy cuenta de lo inútiles y malévolas que son a veces las palabras; con su definición equívoca. Pienso en lo poco que le describen definiciones como Minusválido o Discapacitado, a pesar de que su cuerpo enclenque, sus músculos laxos o sus huesos de cristal así lo puedan reflejar. Él, lo ha tenido todo en contra y aun así ha sabido adaptarse al mundo. Ahora, Alejandro tiene 44 años, es músico, escritor, programador informático, manejando teclados aun con sus manos imposibles y torcidas, y está en la élite del deporte adaptado jugando al hockey en el club Levante U.D. Creo que alguien como él más bien debe de ser catalogado como una persona válida y de enorme capacidad.Tan solo hay que ver con los ojos del esfuerzo; con la mirada de la vida.
(*) Autor de Sueños de Escayola.