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El metro: una tacha en la imagen de Valencia

La devastadora huelga de cuatro meses, entre septiembre y diciembre, ha acabado con la marchita confianza del usuario. También ha extendido la incertidumbre y los retrasos.

El metro: una tacha en la imagen de Valencia

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En octubre de este año Ferrocarrils de la Generalitat Valenciana (FGV) celebrará el trigésimo aniversario del inicio del servicio del metro en la ciudad. Valencia quedó engarzada por sus vías, en 1988, con Bétera, Picanya o Llíria. Este servicio transformó la comunicación terrestre en la metrópoli y en gran parte de su entorno y la equiparó a la existente en las principales ciudades europeas. La urbe podía presumir de ese incipiente servicio, de estaciones nuevas y limpias con un mostrador atendido para informar al cliente y venderle billetes, y de una infraestructura en expansión.

Treinta años después FGV parece haber quedado anclado en vía muerta. ¿Cuál es la situación actual? El panorama al que se enfrenta el usuario cuando se adentra en la estación resulta desolador en muchos casos. Una oficina desierta, sin atención; algún torno desvencijado debido al creciente número de usuarios que impunemente lo fuerza para pasar sin pagar; cubos de plástico en los pasillos para recoger el agua que cae por las goteras del techo, llueva o no.

Más todavía. En estaciones céntricas como Alameda, próximas a un enclave turístico autóctono de la envergadura de la Ciudad de las Artes o las Ciencias, que funcionen las escaleras mecánicas y los ascensores constituye una cuestión aleatoria. Hay días en que sí y otros en que no, de manera intermitente y sin carteles que adviertan de averías ni de próximas e hipotéticas reparaciones.

Una vez abajo, en el ´averno´ autóctono, a determinadas horas e incluso en estaciones más concurridas en periodo diurno, la sensación de soledad invade el lugar. De hecho, existen usuarios que evitan subir o bajar de noche en algunas de las paradas con menor tránsito. O que piden a algún familiar cercano que se acerque a recogerlos por el temor que inspira ese abandono, esa carencia de profesionales de seguridad, de alguien en taquilla a quien recurrir en caso de emergencia. Nadie. Solo desconocidos sin identificativos, si los hay, que se montan o descienden en la misma parada.

En los inicios del metro resultaba extraño el trayecto en el que no pasara el revisor para solicitar billete a cada usuario. Hoy esta situación se ha convertido en un anacronismo. Hace una semana me sorprendió la presencia y actividad de uno. Creo que no lo recordaba desde los años de universidad. La consecuencia más inmediata: la impunidad reseñada anteriormente, los tornos forzados o la utilización de un billete para que entren varias personas a empujones.

En la práctica, una cantidad incalculable de euros perdidos por FGV que, recordemos, se trata de una empresa pública amparada por la Conselleria de Vivienda, Obras Públicas y Vertebración del Territorio. Por lo tanto, sus pérdidas son las de todos los valencianos. ¿No compensaría ampliar el servicio de seguridad o pagar la nómina de más personas de atención al cliente?

Si la sensación de desolación afecta al autóctono, desgraciadamente acostumbrado, ¿qué impacto puede causar en el foráneo? ¿Qué opinión genera en el visitante que compra su billete en el aeropuerto y baja en la citada Alameda, o en Ángel Guimerá, por el lado de Palleter, por poner algunos ejemplos céntricos y concurridos?

No tiene a quién consultar para preguntar por un destino, comprar su billete o informarse sobre el descuento que le reportara la tarjeta Móbilis. Salvo que tenga la suerte de salir por Colón, por la entrada de Fernando El Católico en la estación de Ángel Guimerá, por Patraix y por pocas paradas más. Si cae en 9 d´Octubre, Safranar o Machado, por introducir ejemplos de estaciones con relativo público y no alejadas del centro, ya puede olvidarse de esa consulta.

Y una vez en el andén, llega la principal incógnita. ¿Cuándo pasará mi metro? La devastadora huelga de cuatro meses, entre septiembre y diciembre, ha acabado con la marchita confianza del usuario. También ha extendido la incertidumbre y los retrasos, aunque teóricamente haya terminado ya esa protesta. Para quien acude justo de tiempo a su lugar de trabajo o universidad, dos minutos arriba o abajo tienen una importancia más que relativa. Suponen perder ese metro y tener que esperar 10 o 15 minutos más a que pase el siguiente. Y llegar tarde a su lugar de destino.

Otra circunstancia que se repite en estaciones que acogen varias líneas: el panel anuncia la llegada del metro con un destino, pongamos Llíria, y a los dos minutos el que se dirige a Marítim, por jugar con otro ejemplo cotidiano. No obstante, aparece primero el de Paterna ante un usuario confiado en lo que ponía en el rótulo de la estación. ¿Qué ocurre? Que si no se fija en el luminoso de los vagones, por la inercia de la primera información se sube en el tren equivocado.

Podría extenderme con muchos más ejemplos, ahondar en el deterioro de los bancos de espera, en la suciedad en los andenes, en los desconchados de las paredes, en las eternas promesas de ampliación de líneas y frecuencias de paso … y en un largo etcétera. Las decenas de miles de usuarios que sufren a diario esta situación ya la conocen, aunque los responsables políticos aparentemente la ignoren. Ni el presidente de la Generalitat ni la consellera correspondiente parecen inmutarse ante este deterioro. Esta última se limita a anunciar un plan de inversiones. 30 años después del inicio de FGV y tras dos años y medio de gestión del actual Consell. Tampoco el resto de partidos en Les Cortes demuestran alterarse.

Aunque pase por el subsuelo valenciano, el metro forma parte de la realidad cotidiana de la capital y de su entorno, de la existencia de miles de usuarios que sufren estas deficiencias en silencio, enganchados en muchos casos a sus teléfonos móviles. Y que recibirán su convocatoria electoral para participar en los comicios autonómicos y locales del último domingo de 2019. También aporta valor (o devalúa) a la marca turística València y contribuye a la opinión que genera la urbe en los turistas que la visitan.

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