La ciudad no es para mí: pasarelas
Empiezan -¿empiezan?- a desmontarse las pasarelas de la avenida del Cid, de la entrada oeste de Valencia. Feas cómo son, no dejan de formar parte de la “imagen de la ciudad” desde hace muchos, muchos años.
De la “escena urbana”, perversa acepción muy al uso que identifica la cruda realidad con la apariencia imaginaria de lo teatral. O del “paisaje urbano”, interpretación buenista que eleva a la categoría paisajística el espacio ciudadano.
Se llame como se quiera, siempre es delicado modificar la forma urbana. La “morfología urbana” en terminología académica al uso entre los más ortodoxos de su teoría y práctica. Estas cosas de la memoria y de las modas a menudo andan reñidas y, Puigdemont por en medio, carecen de vigencia en el debate ciudadano.
Cuestión aparte es la necesidad o la prioridad de la medida en un discurso más amplio que contemple el conjunto de la ciudad. Y su oportunidad en fechas o dineros.
Ciudadano de a pie –y de pie en pasarela- desconozco los seguramente sesudos y bien técnicos argumentos que avalan la intención municipal y la alejan de la impresión de “capricho” que la ignorancia puede provocar. Y ya me extraña, cuando simbología, pedagogía y transparencia –mucha transparencia- son declarados principios de salida de la maquinaria política con la que quiere caracterizarse nuestro Ayuntamiento.
Los corolarios relativos a fluidez de tráfico y los -más graves- relacionados con la seguridad física de las personas, mientras los cito los eludo puesto que no son compatibles con la ironía.
Tal vez el más que probable protagonismo del intrépido edil de movilidad (urbana) introduzca una nota picante y colorista en la materia. Lejos de entenderse como prejuicio, admítaseme como optimismo bien intencionado y pelín folclórico.
La periferia de las ciudades, sus límites urbanos, inequívocamente presentes en sus entradas (en la salida nos cogen de espaldas) hace siglos que dejaron de ser sus “puertas” hasta degradarse en espacio anónimo, ayuno de estímulos visuales y alejado de cualquier seña de identidad.
Salpicado de vacíos, hotelitos, edificios industriales ajenos a otra belleza que no sea el brillo de la moneda, cobertizos para comercios al por mayor, e insólitos y aislados bloques de vivienda, el espacio periférico moderno –también en la ciudad de Valencia- no ejerce la función de “recibidor” que conviene, ni se compadece en nuestro caso con la fina hospitalidad que caracteriza al pueblo valenciano.
Con o sin pasarelas, el problema es de más calado. Cal dir.