La Politécnica de Valencia
Como es sabido se celebran cincuenta años de la Universidad Politécnica de Valencia – el Poli, Instituto Politécnico en sus inicios- cuando llega la noticia de su permanencia entre las quinientas primeras del conocido como Ranking de Shanghai o ARWU (Clasificación Académica Mundial de Universidades, por sus siglas en inglés).
Los más críticos recuerdan que “a la cola”, en el último percentil (del 401 al 500), y los más benevolentes que entran en juego cerca de 25.000 academias públicas y privadas. Es decir que se encuentra entre el “dos por ciento de las mejores”.
La Universidad de Barcelona, a la que se atribuye con justeza 568 años de antigüedad – 616 si se admite su origen con los Estudios Generales de Medicina y Artes que instauró Martín I el Humano- tira del Nobel de Gregorio Marañón, como la UPV de Avelino Corma (Nobel más que probable en breve). Otros complejos indicadores tienen que ver con patentes y publicaciones de excelencia, número de doctores, personal docente a tiempo completo, índices de superación del alumnado, etc. Y una sofisticada aplicación polinómica en la que el presupuesto disponible no está manifiestamente explícito, pese a su relevancia en el resultado, fija posiciones.
Poco antes de este tórrido verano tuve la oportunidad de coordinar el homenaje del Consell Valencià de Cultura a otra figura señera de la UPV, D.Eduardo Primo Yúfera. Para la ocasión, además de su hijo Jaime (también relevante catedrático en activo de la UPV) se sumaron las palabras de Justo Nieto y el citado Avelino Corma. Un lujo académico para el CVC y un más que merecido recuerdo para quien fue fundador del Instituto Valenciano de Investigaciones Agrarias (IVIA por sus siglas tanto en castellano como en valenciano) y presidente del Consejo Superior de Investigaciones Científicas (CSIC).
Apenas unos días antes, por iniciativa de Vicente González Móstoles –uno de los primeros graduados en arquitectura por la UPV- el actual rector, Francisco Mora, disertó también en el CVC y con acierto, acerca de “El papel de la Universidad Politécnica de Valencia en la transformación social de la Comunidad Valenciana” ante un auditorio de excelencia.
Para la solicitud de mi último sexenio de investigación tuve que presentar, como es preceptivo, mi hoja de servicios. Como si de una condena en positivo se tratara, a finales de enero rezaba: cuarenta y dos años, once meses y veintinueve días. Si se suman los seis de carrera, son ya cincuenta años y pico de permanencia. De manera que si la antigüedad fuera grado, se me admitiría una discreta autoridad para opinar al respecto.
No estoy muy seguro de que los baremos internacionales de clasificación (ranking) contemplen delicados matices que tienen que ver con intangibles valores humanos y humanitarios que el rector Nieto –injustamente tratado por la Institución y sus máximos responsables desde sus presuntas veleidades en la política autonómica- introdujo con generosidad y sabiduría en nuestro ADN politécnico. Tampoco lo estoy de que se conserven hoy en su integridad.
Probablemente confundidos –y muy atareados- por una preocupación rayana en obsesiva por avanzar en esos listados que, como una radiografía, describen aunque no diagnostican, los profesores más jóvenes (y muchos de los viejos entre los que me cuento) hacen de la docencia tarea subsidiaria. Craso y culposo error que acabaremos pagando.
Creo que ha sido Arcadi Espada – un buen tío; Camps y él- quien ha reivindicado con acierto más mantenimiento y menos falsa innovación a propósito del trágico accidente del viaducto de Génova. Y yo que –otra vez con Justo Nieto- soy acérrimo defensor de la I que siempre pongo con mayúscula en la normalmente conocida trilogía I+D+i, por especiales razones derivadas de mi profesión de arquitecto reivindico simultáneamente el mantenimiento adecuado, la sostenibilidad de lo proyectado y la previsión de reciclaje. Que lo cortés no quita lo caliente, en palabras de Cabrera Infante.
Declaro con orgullo mi dilatada y comprometida pertenencia a la UPV. Sin complejos ni alharacas. Ni de provincianismo, ni de oportunismo, ni mucho menos de endogamia (ese dardo envenenado tan fácil de usar por los más ineptos y cobardes). Y me felicito –con perdón- por esos dieciséis años de permanencia entre las dos mejores universidades de cada cien del mundo. Y por ser la primera entre las politécnicas españolas; todo hay que decirlo.
He manifestado recientemente en un tribunal de fin de carrera que no permitiré que se destruyan los sueños de mis estudiantes. Alejado de la fantasía –aunque una línea frágil es la que la separa de los sueños- el joven español contemporáneo debe volver a instalarse en la cultura del esfuerzo permanente sin escatimar creatividad ni humanismo. Y los profesores –jóvenes y viejos- debiéramos tener en ello objetivo prioritario. Sexenio (acreditación de seis años de investigación de excelencia) más o sexenio menos. Con ranking o sin él.
Mientras nuestros políticos sigan jugando a la ruleta rusa con la educación –del adoctrinamiento mejor no hablar- y exhibiendo titulitis de dudosa procedencia, más responsabilidad nos corresponde a nosotros como actores y gestores secundarios. (No olvidemos que el protagonismo es el del alumno)
Si los fundadores de la UPV –Vicente Mortes y Rafael Couchoud- la concibieron desde principios fundamentalmente tecnocráticos y Justo Nieto supo reorientarla sin pérdida de rigor y enriquecerla en lo humanitario, compete a sus actuales dirigentes su adecuado mantenimiento, para que no colapse como el ya tristemente célebre puente italiano.
Vale.
José María Lozano Velasco es catedrático de Proyectos Arquitectónicos de la Universidad Politécnica de Valencia y presidente de la Comisión de las Ciencias del Consejo Valenciano de Cultura.