Líbano: valencianos más allá del muro
Cuando ves a un niño correr detrás de un coche del Ejército español o detrás de militares españoles para saludarles y darles un abrazo, sabes que la historia que hay detrás de esa imagen merece ser contada.
Esa escena no es ficticia. Y ha tenido lugar en El Khiam, en Marjaayoun, en Kfar Kila... en definitiva, en todas las pequeñas localidades o aldeas que rodean la base Miguel de Cervantes en el sur de Líbano, junto a la frontera con Israel. Allí desembarcó UNIFIL, la misión de paz de la ONU, en 2006 tras la resolución 1701 del Consejo de Seguridad de Naciones Unidas que pretende mantener el alto el fuego tras la guerra de ese año. Un conflicto que afectó durante 34 días a Líbano, norte de Israel, y los Altos del Golán.
Y aquella zona es un punto caliente. Por allí transcurre la Blue Line. Una demarcación virtual trazada en el año 2000 por las Naciones Unidas para vigilar la retirada de Israel del sur de Líbano.
En algunos puntos esta Blue Line es virtual. En otros, esa línea no es imaginaria. Es tan real como los bloques de hormigón que forman el muro de separación. Mientras Israel lo justifica alegando que se trata de una medida de seguridad, Líbano lo rechaza porque asegura que atraviesa trece zonas disputadas por ambos países y que no han sido delimitadas de forma oficial. Allí se controlan 55 kilómetros de la Línea Azul de 8 metros de alto. A pesar del muro que separa ambos países, los puestos de control se mantienen cada pocos metros.
Es un periodo de "tranquilidad", interrumpido por frecuentes violaciones del espacio aéreo libanés por parte de Israel. Eso por un lado. Por otro, Israel tiene cámaras colocadas en su territorio que superan la altura del muro y pueden controlar la zona libanesa. Algo que provoca la desconfianza constante de Líbano. Porque lo que es cierto es que, ni Israel ha dejado de invadir el espacio aéreo libanés, ni Hezbolá se ha desarmado.
Recorremos el muro asimilando todas las explicaciones que nos ofrece el capitán Joaquín Chamorro. Por cierto, poca gente conozco con esa capacidad narrativa tan divulgativa y tan didáctica, capaz de hacerte sentir como en una serie -ojalá de ficción- en la que necesitas darle al play a la siguiente temporada. ¡Qué capacidad de saber mantener el interés y la tensión! Desde El Khiam se ve como un muro infinito que se pierde en el horizonte. Prados verdes interrumpidos por el gris del hormigón. Tocarlo, poner la mano en él. Notar la frialdad de su cemento como la del alma de quien es capaz de planear y construir algo así. No hace más que recordar esa vertiente del ser humano que aún es capaz de levantar muros en unas fronteras que muchos tratan de eliminar. De “jugar” todavía a divisiones y conflictos.
“Tengo un par de campos de olivos y solo pienso en venderlos e irme a España a montar un establecimiento de fastfood. Estar aquí ya me cansa. Una época estamos en guerra, luego paz, y así constantemente”.
Visitamos varios colegios en zonas de contrastes que muestran diferentes realidades. Por un lado, en El Khiam su directora viste con hyhab y no da la mano al saludar porque su religión no se lo permite. En otro punto, otro colegio, en Kfer Kila. Su directora es Dina. No lo ha tenido nada fácil. Mujer, cristiana, directora. En territorio chií bajo mandato de Hezbolá. Mis respetos. Toda una Escarlata O’Hara levantando el puño frente al colegio de sus 194 niños, de los que 85 están en edad de guardería. “I love my children and I’ll do everything for them”. Y en ese terreno, con sus circunstancias, esa frase no es baladí.
Otra parada es el punto que se encuentra en medio de Siria, Israel y Líbano. Lugar fronterizo. Visitamos el puesto de Naciones Unidas 4-28 para tener visión privilegiada de Ghajar; un pueblo dividido en dos: la mitad para Israel, la mitad para Líbano, separados por una carretera y a ambos lados rodeado por campos de minas -el año pasado hubo un incendio en unos matorrales y se escucharon 16 detonaciones-. En cualquier otro lugar, esta pequeña localidad tendría una crisis de identidad. Aquí las cosas son así. Aquí, es lo que hay. Aquí, se vive así. Un monumento a la entrada de ese puesto recuerda al cabo Francisco Javier Soria, caído en acto de servicio el 28 de enero de 2015 al ser alcanzado en la torre por un proyectil lanzado por el Ejército de Israel.
En el restaurante Mirage conozco a su gerente, Faiez Ghobar. Conoce la misión UNIFIL desde el inicio. Vivió la guerra del año 2006, 34 días encerrado en una especie de búnker bajo su casa desde donde no dejó de escuchar el bombardeo constante. Una banda sonora de ruido seco y repetitivo. “Tengo un par de campos de olivos y solo pienso en venderlos e irme a España a montar un establecimiento de fastfood cerca de alguna universidad. En Madrid por ejemplo. Estar aquí ya me cansa. Una época estamos en guerra, luego paz, luego guerra y así constantemente”. No lo dice temeroso. Lo cuenta con hastío, reclinado sobre un sofá, envuelto en la neblina provocada por el humo de la cachimba que está fumando junto a las típicas estufas de la zona. Habla perfecto castellano y está tan involucrado con las tropas de la ONU, que de sus paredes cuelgan fotos suyas con muchos de ellos. Los conoce. Los ve llegar y marcharse meses después. Quienes van a volver le avisan de su llegada. Y él sigue esperando a todos, que pasen por su casa a disfrutar de su comida libanesa junto a su chimenea.
Enfrente está la tienda Elías. Es como un centro de merchandising militar. Camisetas, gorras, parches de UNIFIL que recuerdan que en esa zona todo está envuelto por el ambiente que genera la base Miguel De Cervantes. De hecho, un buen porcentaje de las poblaciones de alrededor “vive” de la base.
Le pregunto al capitán Francisco Javier Luis, jefe de la unidad de Cooperación Cívico Militar CIMIC, si la población es receptiva. Me contesta que “totalmente receptiva” y me da una explicación que al final del día no será necesaria. Como se dice, “una imagen vale más que mil palabras”. Han conseguido que los acepten como algo natural. Por eso niños corren al paso de los vehículos de UN para saludar. Allí el uniforme no impone. Tranquiliza y relaja. Y eso lleva detrás un trabajo de psicología y empatía del que pocos pueden presumir. Como cuando entran a un comercio y los abrazan con cariño. Y una sabe diferenciar entre la hospitalidad que les manda su cultura y el cariño -y admiración- que les profesan.
Junto a ellos, siempre un intérprete. Cuando suena el teléfono de alguno de ellos automáticamente es “one moment, please”, y se lo entregan al traductor que va sentado en el asiento de detrás y que se ha convertido ya en una persona de confianza. Los vínculos entre quienes están viviendo ese tipo de experiencias se fortalece día a día.
“UNIFIL une”. Fueron las palabras de la directora del colegio de Ain Arab que inauguraba unas obras de mejora.
Ojalá esa unión pueda llegar más lejos que la inauguración de unas obras de rehabilitación y empiece a derribar unos muros tan pesados y vergonzosos a estas alturas de la civilización, como las toneladas de hormigón con los que están levantados.
Isabel Moreno, doctora en periodismo. Redactora COPE-Valencia.