Casi un cuento de Navidad
Ningún niño debería jamás vivir pesadillas, ese sí tendría que ser el verdadero sentido de la Navidad, la de todos los días.
Celia tenía ocho años, era de origen latino y se entretenía leyendo con los dedos un libro, “lleno de dibujos que se pueden tocar”, me dijo. Celia es ciega y esta es una historia tan sencilla y cotidiana como real.
El autobús iba lleno, la mayoría cargados de bolsas y paquetes como preámbulo de las compras de Navidad y Reyes. Lentamente, como pude y con cuidado, me fui desplazando hacia el interior salvando piernas y refregando espaldas, sujetándome al aire mientras trataba de asegurar firme el bastón al suelo para evitar caerme, algo que las continuas brusquedades del vehículo me ponían bastante difícil.
Solo quienes tenemos piernas cortas y el equilibrio de una peonza sabemos lo complicado que es alcanzar esas barras horizontales suspendidas del cielo, sin duda diseñadas por algún gigante que nos odia; tampoco ayuda cuando las ventanas con sus agarraderos desaparecen entre ese mar de cuerpos que se arrejuntan pertrechados a modo de trinchera, o que en los barrotes verticales siempre haya alguien abrazado, aislado en sus auriculares y la cabeza gacha, escribiendo diálogos ansiosos y veloces sobre el teclado de un móvil.
Yo buscaba algún asiento libre que no encontré. Me aterraba la posibilidad de un traspiés que diese con mis huesos en el suelo, o lo que era peor, sobre uno de aquellos desconocidos que con gesto ceñudo se bamboleaban brazo en alto a mi alrededor.
A nadie le gusta viajar de pie y enlatado como una sardina dentro de un autobús. Cinco banquetas iban ocupadas por ancianos de mirada hueca y una embarazada; el resto, tomadas por gentes de diversas edades y condición, agradecidos de no ser uno de los que con muecas de fastidio se comprimían entre zarandeos, codazos y pisotones.
Un súbito frenazo lo confirmó, el bastón y los dos dedos con los que trataba de sujetarme a la barra del cielo no fueron suficientes para mantener mi seguridad, me desmoroné sobre el pecho de un hombre de poblada barba al tiempo que con el garrote sentía que le pisaba un pie. El hombre me ayudó a incorporarme y soltó un gruñido como modo de aceptar mis disculpas. Nadie más se inmutó.
Solo una mujer como de mediana edad se dio cuenta de mi pelea contra la estabilidad y me llamó haciendo gestos con la mano. Me cedía su asiento esbozando una agradable sonrisa. Como solía hacer en esos casos yo decliné el ofrecimiento, más por educación y pudor que porque en realidad no lo estuviera deseando. La mujer insistió con vehemencia ante mi negativa que cada vez reiteraba con menos firmeza. Finalmente me dejé convencer, nuestro debate atraía demasiada atención del resto de pasajeros; tampoco quería repetir otra de esas caídas que me hacían morir de vergüenza.
Una vez acomodado comencé a fijarme en la personita que tenía a mi lado. Estaba embelesada acariciando con los dedos un libro. No tardé en darme cuenta que era ciega y ese libro que parecía leer con tanto interés escrito en Braille. También enseguida la niña se interesó en mí y comenzó a tocarme con curiosidad, recorriendo casi sin disimulo mi mano.
—¿Cómo te llamas? —me preguntó sin reparos.
—José, ¿y tú?
—Celia.
—¡Celia!, que nombre más bonito.
La niña tenía más o menos 8 años y era morena, de un evidente origen latino, el pelo algo encrespado y la mirada semicerrada como buscando el infinito. Iba vestida con un bonito abrigo de paño azul y leotardos verdes. Sin reparo comenzó a tocarme la cara, el brazo e incluso el bastón. Pensé en lo extraño que se le haría palpar carne y madera a la vez.
—No toques tanto —le indicó apesadumbrada la mujer que me había cedido el sitio, y que ahora se estrujaba a la barra frente a nosotros— ¡Que costumbre tiene, pero es que le gusta saber quien está a su lado!
—No se preocupe —la disculpé— ¿Cómo va a saber si soy de fiar si no me reconoce? ¿Es su hija? —pregunté, curioso.
—Sí, la adoptamos hace un año —respondió, abriendo los ojos con satisfacción —. Nació en Honduras. La ONG con la que colaboramos grabó un video en un hospicio y ella estaba allí, sola, de espaldas a todo, mirando el techo y moviendo la cabeza de un lado a otro sentada sobre una cama. Hacía tiempo que queríamos adoptar, nos informamos y enseguida supimos que aquella era la niña. Arreglamos los papeles y la trajimos. Es muy cariñosa, y habla mucho.
Me admiró su explicación, pero sobre todo me conmovió el orgullo con el que lo contaba.
—¿Que lees? – Volví de nuevo a Celia.
—Un cuento, se llama LiaPesadillas.
—¿Y de qué trata?
—De un fantasma que se lleva las pesadillas. Me lo trajo mi madre porque a veces tengo sueños malos y el libro se los lleva. A mi me da mucho miedo tener pesadillas.
—No tienes que tenerle miedo a las pesadillas, cuando te despiertas verás que han desaparecido.
—Eso dice mi seño, que cuando despierto se van.
—Claro que sí, ¿Cómo se llama tu seño?
—Luisa, es muy buena y a mí me gusta mucho.
— Mira que habla —intervino su madre, con sonrisa apocada y un tanto cómplice de quien está acostumbrada a las ocurrencias de su hija. —Ayer estuvimos en el pueblo y se ha constipado. Esta noche no ha dormido casi nada, ha tenido algo de fiebre y venimos del médico.
Durante un rato, Celia, continuó contándome cosas de su colegio y de la seño Luisa. Luego, cogió mi mano y la llevó hacia las hojas abiertas escritas en Braille, entonces hizo que palpase con los dedos los dibujos en relieve y con elementos realistas del libro.
—Para que conozcas a LiaPesadilla —me explicó. Así pude sentir ese mundo lleno de fantasmas de algodón, monstruos de cartoncillo y estrellas de celofán. Yo, encantado con el desparpajo y la soltura de la niña, no pude más que seguirle el juego y leer con ella las aventuras del fantasma espanta-pesadillas.
—Celia, no canses al hombre y prepárate que tenemos que bajar —le dijo su madre.
—Adiós, señor – me dijo, tocando mi cara por última vez, sonriendo.
—Adiós, Celia, que tengas sueños muy bonitos – me despedí.
Con cuidado, y a trompicones, bajaron del autobús, caminaban agarradas de la mano y a mí me entró un nudo en la garganta al ver cómo ya en la calle se giraban despidiéndose de mí moviendo la mano. Mientras las veía alejarse no pude evitar sentir una infinita ternura por aquella chiquilla y su maravilloso cóctel de locuacidad y descaro.
Ahora, unas semanas después, he vuelto a recordar aquel encuentro y aquel libro, y entonces he pensado que probablemente ese es el espíritu de la Navidad, el de tener la capacidad de entrar en las pesadillas de todos los niños, especialmente en quienes como Celia tienen la vida un poquito más difícil, y ayudar a LiaPesadilla a expulsar todos los monstruos que sobresaltan esos malos sueños que nunca debieron existir.
Ningún niño debería jamás vivir pesadillas, ese sí tendría que ser el verdadero sentido de la Navidad, la de todos los días.