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Ximo Puig o el síndrome de la Moncloa en clave valenciana

El president ha pasado de afirmar que se retiraba a anunciar que continuará, con una gestión del partido cada vez más personalista, sostenida en un pequeño sanedrín de confianza

Ximo Puig o el síndrome de la Moncloa en clave valenciana

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La periodista Pilar Cernuda escribió un libro cuyo título es 'El síndrome de la Moncloa'. En su presentación lanzaba el interrogante de "en qué momento la vocación de servicio público se transforma en soberbia y presunción", en alusión a los residentes en la casa presidencial española. En resumen, ese síndrome alude al alejamiento de la calle, a adentrase en una burbuja a la que cada vez tiene acceso menos gente, en la que el entorno se va estrechando. También hace referencia a pensar que la única opinión válida la constituye la del propio presidente.

Esa afección puede extrapolarse a muchos ámbitos del poder y a cómo enturbia la mente de sus dirigentes. Del mismo modo, suele unirse a una suerte de narcisismo político, a considerar que las victorias son propias y las derrotas, cuando llegan, se deben a la mala campaña del partido o a la incomprensión del votante, a quien consideran manipulado y engañado. Nunca tiene la responsabilidad quien tocó techo y, con el tiempo, porque ese tiempo suele casi siempre llegar, besa suelo.

El ex presidente de la Generalitat, Francisco Camps, vivió ese difícil viaje del todo a la nada, de parecer ungido con una varita mágica que hacía que en su partido cualquier insinuación suya fuese obedecida sin rechistar, a quedarse casi en la más absoluta soledad. Quizás por no haber sabido retirarse a tiempo, una decisión que acostumbra a costar mucho en adoptarse.

El actual titular de la presidencia de la Generalitat, Ximo Puig, también quiere seguir justo cuando está en la cresta de la ola, sumando victoria tras victoria. Posiblemente necesitaría, como los cónsules y generales romanos al recibir sus aplaudidos triunfos, un esclavo detrás que le recordara su carácter mortal.

En 2017, tras ser reelegido secretario general del PSPV-PSOE, anunció en Elche que era la última vez que se presentaba. Esa postrera oportunidad siempre toca la fibra sensible y pudo decantar un buen puñado de votos. Una interpretación que se extendió entre las filas de su partido consistía en que se iría dejando un heredero político, aunque todavía en la sombra, pues Puig nombró de segundo al síndic Manolo Mata, casi de su misma generación y poco sospechoso de aspirar a relevarlo.

Después de las elecciones autonómicas que Puig avanzó al pasado 28 de abril, el president, posiblemente fruto del entusiasmo del momento, ya no respondía con claridad cuando le preguntaban si seguiría. Se limitaba a contestar que "no era el momento" y que "todavía quedaba mucho tiempo". Sembraba ya una duda que anticipaba una variación de opinión.

Y apenas transcurrido medio año ha ratificado su cambio de aspiración sobre su futuro. Aunque, en la práctica, ha confirmado aquello que pensaba la mayoría de su partido después de las pasadas elecciones, que Ximo no se iría. También, desde un sector crítico, ahondaban más al afirmar que "no le dejarían irse", en alusión al cada vez más reducido y selectivo grupo de personas que conforman el sanedrín del president, sus hombres de plena confianza, que no llegan a la media docena.

Puig, ahora mismo, es caballo ganador. Ahora mismo, porque la política, y la sociedad en general, dan banzados imprevistos y descabalgan al más presuntuoso, sobre todo cuando las sombras empiezan a atenazar su gestión (aunque no acostumbre a verlo el afectado). Y aquí vuelvo al ejemplo de Camps. O al más reciente, a escala nacional, de Albert Rivera en Ciudadanos.

El PSPV-PSOE sabe que cientos de cargos públicos dependen de un triunfo electoral. Que si se marcha Puig el actual statu quo, que beneficia a numerosos dirigentes socialistas que viven del erario público -incluida la creciente familia 'abalista'- podría resquebrajarse para perjuicio de todos los agraciados en la actualidad, sean o no 'ximistas'.

Las vergüenzas de Oltra

También el socio que cotiza a la baja aunque no deja de ser necesario, Compromís, tiene en el actual president un interlocutor preferente, que comparte totalmente su política lingüística -no es lo habitual llegar a ese extremo en las filas socialistas-, que ha encontrado en el máximo responsable de Les Corts, el compromisario Enric Morera, un fiel alter ego institucional, y que tapa sin ningún pudor las vergüenzas de la vicepresidenta, Mónica Oltra, como ella hace recíprocamente con las de Puig en el caso de los contratos de su hermano. Todo ello pese a haber dejado tocado a Compromís con el adelanto electoral. Como apuntaba el escritor Miguel Delibes, "para el que no tiene nada, la política es una tentación comprensible, porque supone un modo de vivir con bastante facilidad". Y eso asienta pactos de gobierno.

Por tanto, en la actual situación son muchos altos y medios cargos los beneficiados de que todo continúe como está. Esa conjunción de fuerzas, junto al síndrome de la Moncloa a escala valenciana, con un presidente cada vez más inaccesible y cuyas decisiones resultan imprevisibles y desconcertantes en bastantes ocasiones para numerosos dirigentes de su propio partido, coadyuva a la reorientación de Puig. Ha pasado de anunciar su retirada a dejar claro que quiere seguir liderando el proyecto socialista en la entrevista de esta semana en la Cadena SER.

Todo ello, insisto, con un mundo electoral por delante, ya que las próximas elecciones autonómicas están previstas para 2023. Salvo que decida de nuevo anticiparlas. Aunque el president mire más en clave interna de su partido y piense en revalidar la secretaría general a un año o dos vista del futuro congreso socialista.

No obstante, quizás para captar mejor la aparente contradicción en los mensajes de Puig (o para sus críticos) habría de releer a uno de los grandes estadistas del siglo XX, al francés Charles De Gaulle, cuando afirmaba que "como los políticos nunca creen lo que dicen, se sorprenden cuando alguien les cree".

Al final, quizás valga la pena no dar crédito a esos mensajes. Aunque, de ser Puig, sí que escucharía a un ilustre de sus mismas filas socialistas, Felipe González, cuando recientemente afirmaba que "el gran error de (el ex presidente boliviano) Evo Morales fue creerse imprescindibles". Posiblemente un fallo fácilmente detectable en otros muchos líderes que han caído, cada uno en su escala, en el llamado síndrome de la Moncloa. Que piensan que están por encima del resto y que sus decisiones son inapelables. Hasta que dejan de serlo porque pierden el poder.

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