¿De qué lloraremos nosotros?
Este refugiado, a las afueras de un campamento, llora de hambre. ¿De qué lloraremos nosotros, indiferentes y ahítos, si el encierro se alarga y la economía se hunde?
En la monotonía vírica del telediario salta una chispa inusitada: entrevistan a un joven refugiado. Le preguntan sobre su vida en el campamento. Él intenta responder, pero no puede. Se pone a llorar. Explica, entre sollozos, que no ha comido nada en varios días.
No llora de rabia, ni de impotencia, ni de indignación por la injusticia que vive, ni siquiera por desesperación. Simplemente llora. Llora con toda naturalidad. Llora mientras habla, mientras «cumple» con la tarea de responder. Llora de hambre: de la debilidad, la postración y el anonadamiento del hambre.
La noticia no ha tenido repercusión. Ha sido para nosotros, pobres atribulados del arresto domiciliario, un relleno de agencia, una ventana fugaz, una ojeada breve al submundo, a la realidad fea que tapamos con los alfombrones de nuestros propios temores y con las piruetas que hacen los «mercados» para mantenerse o hacerse la ilusión de que se mantendrán.
El Covid-19 no ha conseguido arrancarnos todavía una reflexión sobre las graves deficiencias, las equivocadísimas prioridades de la economía planetaria. Intenta llevarnos a una disyuntiva existencial, pero no le dejamos.
Cada vez que se nos pone delante una tragedia personal ajena como la del joven hambriento; cada vez que se cuela, entre la salmodia de Simón y el marasmo del gobierno, un retazo de los dramas que ya tenían lugar antes del coronavirus, que permanecían sin resolver y para cuyas víctimas la pandemia supone una piedra más en el saco de las agonías, redoblamos nuestra preocupación por el hundimiento del PIB, nos obsesionamos un poquito más con el fin de nuestro encierro, nos aterrorizamos con el desempleo galopante que viene, nos distraemos con las ingeniosidades que se le ocurren a la gente para evitar el derrumbe psicológico, damos un mordisco a la tableta de chocolate —o una cucharada en el Hagen-Dazs de kilo— y nos dislocamos el cuello mirando para otro lado. Lo que sea menos plantearnos de veras que tenemos el mundo hecho unos zorros.
Es cierto que después de la pandemia —si en algún momento hay un después— lo vamos a pasar mal; que las zalemas informativas del gobierno y las previsiones ultraprudentes del Banco de España se van a quedar muy cortas; que muchos de nosotros nos veremos peor que nunca.
Y sería deseable que la experiencia de la crisis nos ayudase a poner el centro de la meditación más allá de nosotros mismos; que la lección de la desgracia consistiera en descubrir al otro. Ya estamos empezando a descubrirlo en el vecino; en el vejete del quinto al que hacemos compañía y en el que nos prefiguramos, tan guapos y autosuficientes que somos ahora, dentro de poco tiempo —cuatro días—; en la señora impedida, cuando le hacemos la compra; en el prójimo.
Hemos empezado a encontrar al prójimo más próximo, pero todavía somos reacios al prójimo lejano. Hemos globalizado el planeta, pero ha sido una globalización parcial, selectiva, egoísta. Nos hemos acercado lo bueno, al tiempo de nos endurecíamos para lo malo.
Tanto bienestar, tantos placeres a nuestro alcance nos tenían ocupadísimos, tanto que no veíamos, junto al flamante resort que disfrutábamos, la pocilga en que chapoteaban los refugiados. Hoy el resort está cerrado, pero el campamento, el muladar, la favela, el suburbio siguen ahí, con su tragedia, con su desdicha y con su grito de auxilio.
El virus ha esfumado nuestro espejismo de invulnerabilidad. Ahora el rostro del joven que llora de hambre, si lo miramos con atención, es el nuestro. Ya no cabe la indiferencia, porque a todos nos han engullido las adversidades. No les busquemos una gradación; no nos consolemos comparándolas, estableciendo una proporcionalidad que nos favorezca o decidiendo a quiénes incluimos en el baremo.
Esa globalización selectiva e hipócrita que ha sido nuestra obra de las últimas décadas, y que un virus ha destrozado en semanas, nos desacredita. Si estábamos cerca para consumir, también lo estábamos para colaborar. De modo que no hay excusa: el Covid-19 ha disuelto la costra de indiferencia que nos deshumanizaba.
El joven refugiado que llora de hambre somos nosotros. Es un ser humano sobre la tierra, y nosotros estamos tan expuestos a los desastres como él. Hemos llorado al verlo llorar. Hemos empatizado. Ha cedido bajo nuestros pies el pedestal de ocio y aburrimiento al que nos habíamos encaramado. Hemos abierto los ojos.
Es la moraleja de la pandemia, el pensamiento que debe ocuparnos, por mucho que instintivamente nos aturdamos con el delirio de volver a las andadas, y que nos embotemos la sesera inventando ridículas alternativas para el baño en la playa, la siesta en la tumbona y el tapeo en la terraza.
Es natural que nos resistamos, pero el virus no tiene prisa. Rendirá nuestra contumacia. Lloraremos de hastío, de impaciencia, de comezón y de cautividad, como el joven de la noticia lloraba de hambre. Lloraremos como niños, como galeotes exhaustos, como pobres de solemnidad, como hambrientos, como parias.
Tendremos hambre de vida, gazuza de aire libre y una espantosa carpanta de movimiento y de contacto. Nos volveremos uno con aquel refugiado. Ampliaremos la idea orteguiana, porque seremos nosotros y sus circunstancias. Entenderemos al fin que nuestra salvación y la suya van juntas. Eso, al menos, debería ocurrir, aunque tengo mis dudas.
En cualquier caso, y entre otras cosas, el aire se ha purificado, los embalses rebosan y este año no habrá fútbol ni tomatazos ni sanfermines, con lo que seremos un país menos palurdo. A ver si por ese lado ganamos algo.
*Escritor