Hay vida sin fútbol
El coma del fútbol nos ha descubierto la vida. Sin el fútbol y la farándula vivimos más y mejor, más variado y más profundo. Estamos a un paso de abandonar la entronización de la zarandaja
Lo que se descubre con el fútbol sin vida
Hemos descubierto que hay vida sin fútbol. Parece una obviedad, pero no teníamos la certeza experimental. Ahora sí. Hemos comprobado, con el ayuno forzoso del coronavirus, que por falta de fútbol no se muere nadie. Cierto que nos han dado la metadona de los partidos antiguos; pero eso no cuenta, porque la estética ridícula, el color artificialoide y el juego lentísimo de aquellos encuentros finiseculares genera más aversión que apego al balompié; de modo que la capacidad humana para sobrevivir sin este deporte ha quedado archidemostrada.
Considérese además, para mayor seguridad, que las circunstancias eran excepcionalmente adversas, puesto que la masa de aficionados al fútbol de una sociedad guarda una relación directa con sus niveles de incultura, por lo que haber logrado vivir en España sin fútbol garantiza que se puede vivir sin él en cualquier parte del mundo.
Aquí no se ha dado ningún caso de fallecimiento por inanición futbolística en dos meses, a lo que debe añadirse la estocada emocional, también sin víctimas, de saber que tampoco habrá partidos en el futuro inmediato. Es, por tanto, un hecho probado: sin fútbol se vive, sin fútbol se prospera, sin fútbol se manifiestan aficiones nuevas e insospechadas, otras dimensiones de la vida que ya existían pero no podían verse a causa del resplandor enceguizante de los estadios.
El ser humano languidece irremisiblemente sin oxígeno, sin comida, sin agua, sin afecto y sin papel higiénico, pero no sin fútbol. Es más: aunque al perderlo experimenta una fase de irritabilidad e impulsos autodestructivos, y luego sufre una especie de colapso emocional, poco tiempo después frena este declive, agarrándose a los pocos pero firmes hierbajos imaginativos que la televisión ha dejado en su cerebro, y es capaz de recuperar sus funciones vitales anteriores e incluso de mejorarlas, dejando claro que lo del fútbol era una falsa dependencia, una necesidad puramente psicológica, un espejismo, producto del asilvestramiento y de la ley, tan humana y meridional, del mínimo esfuerzo.
La franja tropical, el creciente cálido, zafio y callejero donde se localizan las mayores concentraciones de palurdos constituye la zona futbolística por excelencia del planeta. Más arriba y más abajo, a medida que la intemperie se hace más fría, se observa claramente una paulatina disminución de la fiebre balompédica en beneficio de un mayor índice reflexivo, de una mayor laboriosidad y de una mayor preferencia del hogar como espacio vital. Así hasta llegar a los polos, donde a nadie le importa un bledo lo que una cuadrilla de chavales haga con una bolsa de cuero hinchada.
El coronavirus ha movido sociedades enteras hacia pasatiempos distintos, más productivos y edificantes, al tiempo que les ha revelado la estupidez absoluta de aclamar y cubrir de oro a unos volatineros, generalmente sin estudios, que recorren las ciudades exhibiendo lo que pueden hacer con los pies. Hoy se aplaude a los galenos, a los enfermeros y a los investigadores; pronto se aplaudirá también a los ingenieros, a los matemáticos y a los agricultores.
El Covid ha resintonizado a las muchedumbres para que perciban el entorno con verdadera clarividencia, para que abran los ojos a la realidad incontrovertible de que los teléfonos móviles, los transplantes, los automóviles, los aviones, los puentes, los túneles, los relojes, los ordenadores, los alimentos y las naves espaciales no salen de los futbolistas, que viven como reyes bizantinos gracias a los ignorantes que pagan por verlos jugar, sino de los empollones que dedican sus vidas a desentrañar los misterios de la naturaleza. Estamos dejando, por fin, la entronización de la farándula —quien dice futbolistas dice cantantes, actores y famosos de todo pelaje—, y entrando en la consciencia de lo imprescindible.
Nos habíamos extraviado hasta el punto de aceptar la irregularidad como acierto; de suplantar el valor de unas cosas con el de otras; de atribuir al ocio la categoría de bien esencial; de instituir el capricho como criterio. Ahora conocemos nuestro error: hemos constatado que podemos vivir sin fútbol pero no sin familia, sin comunicación, sin ciencia y sin fe; que lo segundo lo intuíamos pero lo primero no y nos nublaba, nos desviaba y nos engañaba la inteligencia; que algunos emolumentos, como algunas estimaciones, no están bien asignados.
Queda, sin embargo, un riesgo en este utópico reinicio: nuestra maldita propensión a dejar el buen camino en cuanto desaparece la situación límite, la fuerza mayor, el peligro; esa facilidad que tenemos para el cachondeo en cuanto percibimos la menor apariencia de seguridad.
De momento no hay fútbol; y en su ausencia, lejos de revolcarnos echando espumarajos, nos hemos puesto, inesperadamente, a leer, a pensar, a vivir. Estamos a un paso de cambiar nuestra dieta, ya milenaria, de pan y circo. Los anales de la estupidez humana recogerán que la vacuna, todavía provisional, contra el «deporte rey» nos ha costado siglos y una pandemia.
*Escritor. Puedes contactar con el autor escribiéndole al correo juviyama@hotmail.com