De milagro
Las últimas investigaciones acerca de la mutabilidad y la virulencia del Covid-19 nos demuestran que, a pesar de nuestro enorme desarrollo científico, muchas veces vivimos de puro milagro
Parece que no es un virus facilón —como una gripe, decían—, y por tanto no era sólo cuestión de avisar antes —aunque hubiese ayudado mucho—. Hay algo más. Algo que se va sabiendo con el paso del tiempo. Algo siniestro, sospechoso y muy alarmante: ahora el virus, que oficialmente se llama SARS CoV-2, ha mutado varias veces; y algunas de sus cepas, principalmente las que pululan por Europa y EEUU, llegan a ser 270 veces más virulentas que las originales.
Al menos eso dicen los investigadores de la universidad china de Zejlang y los del famoso Laboratorio Nacional de Los Álamos. La eficacia de la posible vacuna está comprometida, y hay sospechas de que los enfermos ya curados pueden volver a contagiarse. La cosa es tan peliaguda que algunos científicos avisan ya de que debemos ir acostumbrándonos a la idea de convivir con el coronavirus, con lo que nos dejan el miedo en el cuerpo.
No hay nada seguro, y para calmar el hambre de certeza sólo podemos echarnos a la boca, de momento, el rancho que nos arrojan los políticos, el bocado extra que nos consiguen los periodistas fieles a su cometido y las gotas que destila todo junto en el alambique de nuestra intuición.
La perspectiva, desde luego, no es nada tranquilizadora: las teorías conspiranoicas afirman que nos encontramos ante un virus de diseño, lo cual explicaría su extraordinaria expansión y las dificultades para encontrar una vacuna; y si dejamos aparte la conspiranoia, resulta que tenemos encima la peste negra. En cualquiera de los dos casos todo hace pensar que, mientras no llegue una supervacuna o un medicamento eficaz, la vida tal como la conocemos está en trance de sufrir grandes modificaciones. Cambiará todo, pero quizá la movilidad, la convivencia y la economía serán los ámbitos más afectados.
Ese ir y venir por el mundo; ese zascandileo; ese haber convertido el planeta en un pañuelo a base de quemar petróleo, de coger aviones como si fueran autobuses y de considerar Copenhague o las islas griegas como el bar de la esquina, se acabará. También se transformará la vida en las grandes ciudades: el peligro de contagio es un concepto diametralmente opuesto a las aglomeraciones, de modo que habrá que ir diseñando, aunque sea por si acaso, una forma de vivir y de relacionarse menos aborregada, que nos haga pasar de angulas o estorninos a golondrinas. Que corra el aire. Algo más inglés, o más nórdico, y en cualquier caso menos bullicioso y callejero.
El comercio —la economía entera— tampoco podrá seguir como hasta hoy. Deberíamos ir pensando en cómo volver de la globalización a la proximidad. A vivir en urbes más pequeñas; hacer el turismo local de los pequeños detalles —transponer a una excursión campestre las emociones de un viaje a Thailandia—; recuperar las modistas para vestirnos, con lo que florecerían de nuevo las mercerías y las tiendas de telas; alimentarnos con la producción de los agricultores y ganaderos del municipio. Una vida más aldeana sin renunciar a los adelantos médicos y tecnológicos. Pudiera ser la solución para la España vaciada, el aumento de la población rural como consecuencia del abandono de la tontería —tantas necesidades hipertrofiadas, tanto bienestar material, tanto buscar la felicidad en tener muchas cosas y visitar muchos lugares—.
Hace falta plantear, sólo por si las moscas, el regreso a la comunidad, al tempo lento, a las anchuras del espacio reducido, a la naturaleza y la sencillez, a no ser nunca más abejas de una colmena sino personas felices. Hay que intentar la «desescalada», sí; tratar de recuperar la normalidad; pero también revisar la vorágine de la codicia, la galera crematística en que bogábamos, y prepararnos para un posible cambio radical de la vida en la tierra.
Este virus nos ha infligido una cura de humildad; nos ha obligado a comprender que no tenemos todo el control, que no somos tan poderosos como la ciencia nos ha inducido a pensar, que la ciencia misma no es un tótem sino un procedimiento para entrever misterios que superan lo humanamente concebible, que necesitamos volver a ser niños, refugiarnos en Dios y pedirle ayuda, eso que ya no hacíamos, encumbrados como estábamos en el pedestal de barro que nos habíamos fabricado.
Estas cosas deberíamos haberlas reconocido —no haberlas olvidado— sin la presencia de ninguna pandemia, pero incluso ahora estamos lejos de lograrlo. La historia se repite, por mucho que la recordemos. Habíamos pasado, como tantas otras veces, de reconocer nuestra fragilidad a disfrazarla de omnipotencia con la fuerza fallorrona de la electrónica, del transporte y de la industria. Heñíamos el globo terráqueo, amasándolo con las manos pavorosas de la maquinaria, arrancándole las entrañas para fundir con ellas otro becerro de oro. Pero ha llegado un virus, conspiración o casualidad, y nos ha esquilado la quimera como se la esquiló a los marcianos de La guerra de los mundos.
No somos infalibles. No somos todopoderosos. Espoleados por el instinto de conservación vamos zafándonos, mediante ingenio, ensayo/error y saberes acumulados, de las asechanzas de un entorno agresivo, pero no todo es fruto de nuestra lucha: normalmente debemos nuestra supervivencia, en un cincuenta o un cien por cien, al milagro, al puro, inexplicable y bendito milagro. Es la hora de agarrar este pensamiento y tejer a su alrededor una nueva teoría de la existencia —en realidad, retomar la que nunca debimos haber descartado—. Es de vital importancia que nos reconciliemos con lo que somos.
*Escritor