Cerrar

La fórmula cualitativa

Si eres profesor y te sientes aludido por lo que dice aquí, debes hacértelo mirar. Aunque parezca mentira, son muchos los que responden a esta descripción.

La fórmula cualitativa

Publicado por
Juan Vicente Yago *

Creado:

Actualizado:

Sois, como todos los organismos, un compuesto. Estáis formados por varios elementos, cuya mezcla constituye vuestra fórmula cualitativa. Y como todos los compuestos, habéis de causar, al ser ingeridos, un efecto determinado. Quiere decirse que vuestros alumnos ingieren cada día, en la enseñanza que les administráis, el compuesto que sois; que salen de vuestras manos, cada día, transformados por las virtudes de vuestra fórmula cualitativa.

Entonces puede verse lo que habéis hecho con ellos, cómo les habéis influido, en que ha quedado modificada su composición al entreverárseles la vuestra. En cada una de sus personalidades hay una porción que viene de vosotros y reproduce, como un espejo, vuestra esencia. Es lo que se llama «dejar huella», y parece que la vuestra es tan profunda y tan sutil, que se verifica en capas tan hondas e inaccesibles de sus jóvenes entendimientos que resulta extremadamente complicado, por no decir imposible, ver nada.

Vuestra influencia no se percibe a simple vista. Tampoco en el trato continuado. Debe ser que vuestra fórmula es de acción diferida, que necesita una maceración, que se va instalando poco a poco en sus cerebros y sale al cabo de un tiempo. Eso debe ser, porque, de momento, no se manifiesta para nada: se les ve, cuando acaban la primaria, y en las postrimerías de la secundaria, tan mazorrales como vinieron de sus casas, tan iguales a los zoquetes de sus padres como al principio. Incluso da la impresión de que van de mal en peor.

Pero no es posible; evidenciaría, de una manera bochornosa, vuestro fracaso más absoluto. Así que seguramente se trata de un espejismo, de una deformación que sufren los que no conocen vuestra labor, los que no valoran el delicado trabajo que realizáis en ellos. Lo vuestro, que ha de ser algo por necesidad, será una influencia discreta que, si ahora no da frutos, quizá los dé mucho más adelante. Vosotros mismos me contasteis que la mayoría de sus padres no quieren ser molestados con mensajitos acerca de lo mal que se portan sus retoños, de manera que os fuerzan a realizar solos la difícil tarea de mantener la disciplina.

Difícil porque, además del chantaje que os hacen los progenitores, no es vuestro cometido; porque, aunque nadie se atreve hoy a decirlo, educar los modales y el saber estar corresponde a los padres. Vuestra situación es, por tanto, bastante vidriosa. Os pone delante una disyuntiva: ser un colegio recto, íntegro y con principios bien definidos o un colegiete de tres al cuarto, con principios volubles, flexibles y modificables; mantener una postura concreta o adoptar, sin protesta ninguna, la que os impongan los «clientes» —os ruego, en este punto, que disculpéis mi carcajada: es que oir cómo llamáis así a los alumnos y a sus padres me produce una hilaridad irreprimible; aclarado lo cual me apresuro a regresar diligentemente al asunto que nos ocupa—.

Si los padres no admiten quejas, es evidente que os halláis en una situación desesperada. Esto hace que la solución, drástica y ridícula, expeditiva y denigrante que habéis elegido no sea tan indigna como a primera vista parece. Los tremendos alaridos que proferís en clase, los chillidos estentóreos con que recabáis el respeto juvenil no se deben, al menos en parte, a vuestra increíble torpeza.

Estáis condicionados por los padres, aherrojados por sus exigencias, aterrorizados por sus exabruptos. Bastará —os lo han dicho a la cara— que desobedezcáis una sola de sus demandas para que matriculen a sus vástagos en otro centro. Es, por tanto, imposible que vuestro influjo en los alumnos, la huella que dejéis en ellos, provenga de acciones ostentosas; de modo que lo vuestro ha de ser discreción, sutilismo y delicadeza.

Sois tan precavidos que no dejáis impronta. Es un hecho que debéis aceptar. El miedo, la pusilanimidad y la irresolución tienen estas cosas. Si al menos tuviéseis la valentía —en vuestro caso inimaginable— de mostrar a los padres, cada vez que se diera la ocasión, que no podéis renunciar a ciertos principios, que hay ciertos límites que no estáis dispuestos a rebasar, que hay ciertas responsabilidades que podéis y debéis exigirles, habría un resquicio por el que vuestro decoro podría salir incólume. Pero no la tenéis.

Unos pocos de vosotros han decidido —y el resto habéis acatado gregariamente— ser un claustro anonadado. Vuestra opción ha sido el miedo, el abandono de vuestros objetivos más elevados, y para ello es necesario eliminar la disidencia, erradicar a todo aquél que os ponga frente a frente con vuestro desistimiento.

Luego, consumada la purga, es imprescindible apurar también el autoengaño. Habéis incorporado nuevos procedimientos, nuevas técnicas, los últimos artificios de la enseñanza contemporánea. Y os hacéis autobombo. Y os jactáis de unos buenos resultados que son, en realidad, una mentira; porque los habéis cimentado con el hormigón pocho de los berridos a los niños y los halagos a los padres, de la improvisación y de una manga sorprendente, asombrosa, vergonzosamente ancha; porque la cosa tenía que salir bien con independencia de los chavales; porque la meta no era su aprendizaje ni su mejoramiento, sino vuestra imagen y vuestra propaganda, la captación de nuevos «clientes» y la continuidad —son vuestras palabras— del “pan de todos”, o sea las lentejas; unas lentejas que, si conservarais un ápice de seriedad, os dejarían regusto a estiércol.

Por eso digo que si algún ejemplo habéis logrado sembrar —por mera casualidad— en vuestros pupilos, habrá sido tan timorato y tan evanescente que no germinará nunca. Hace tiempo que para vosotros dejaron de ser alumnos, con las maravillosas connotaciones que atesora el término, y fueron reducidos a «clientes», palabra que también tiene abundantes connotaciones, aunque totalmente prosaicas y ajenas a la enseñanza.

Es vuestra realidad y vuestro cataclismo. Habéis dejado que vuestra fórmula cualitativa pierda sus propiedades. Incluso habéis contribuido a desactivarla. Sois antídotos de vosotros mismos porque os habéis dejado incorporar ingredientes extraños y hasta contrarios en vuestra mixtura. La gente no sabe hasta qué punto está adulterada; ignora que, tal como están las cosas, ya no surtirá efecto. Sin embargo, es más fácil pensar que sí; es más fácil ser optimistas; es más fácil suponer que, por un resquicio escondido, invisible, todavía suministráis cierta sensibilidad a la «clientela». Semejante suposición requiere, a la vista de vuestra estampa ruinosa, un extraordinario esfuerzo, pero servirá para diferir, en espera de mejores tiempos, el espantoso mazazo del desengaño.

*Escritor. Puedes contactar con el autor escribiendo al correo juviyama@hotmail.com