La burbuja de la incongruencia
Película, tardeo y futbolancia; gimnasio y redbull a todas horas; y terraza, y copazo, y chifli —motombo y canardo que no falten—; diazepam a granel y pocilgatorio a la primera de cambio.
Atentos a lo anecdótico, a lo accidental, a la cagarruta diaria, no reparamos en la bosta gorda, en la grandísima boñiga que nos va echando encima la incongruencia. La incongruencia se acumula en cantidades desorbitadas y junta una extraña variedad, un horrible muestrario, una repulsiva galería de barbaridades políticas y despropósitos administrativos, como no pagar los ertes pero sí el flamulario elegeteberrante, o no acertar con el recuento de la catástrofe pero sí encargar, con extraordinaria celeridad, la campaña del regreso en falso tras una covid que nunca se fue, o predicar el marxismo y vivir como un burgués; y todo, según afirman los que saben, para dar pesebre a las cuadrillas, a las agencias y a los merenderos de los amiguetes.
La incongruencia está emponzoñando la gestión política y la paz social. Es el miasma del momento; el miasmazo hipócrita de la dimisión para nunca, de la paguita fidelizadora y clientelista sin la contrapartida de un trabajo —aunque sea limpiar sobre limpio— y de tantos y tan diferentes cambalaches como urde sin tregua el armatoste burocrático del Estado. Es un elixir de mixtificación que bebemos obedientes porque la desidia intelectual nos ha embotado la mollera.
El tipo del político español degenera velozmente hacia el áureo pícaro en triunfo, hacia el Buscón venido a más por una chamba de la fortuna. Somos de hace siglos un pueblo que fía su destino a la suerte o al chanchullo; que persigue con ahínco el chilindrón del éxito sin esfuerzo, la panacea de la buena racha, el taumatúrgico advenimiento de Jauja. “Muy largo me lo fiáis”, que decía el burlador. Pero no tenemos prisa, por lo menos hasta que hallamos una ratonera por do sacar impunemente los mendrugos del arcón.
Entonces la prisa nos pierde, y a casi todos nos trincan por el ansia, el atropello y el atolondramiento desvalijatorio. La política patria está llena de vivales, de don Pablos quevedescos ideológicamente acecinados, que nunca se quitan las antiparras de acechar ocasiones. Un panorama decadente, abigarrado, barroco; un saco de gatuperios y una feria de tahúres donde no arrambla más el que se ofusca, sino el que sofrena la voracidad y llena el talego despacio.
El gran desfalco español, más que del pelotazo en la cumbre, viene de la calculada minucia pedánea, del menudeo presupuestario, del pellizco disimulado. Nadie ignora que del exorbitante saqueo al erario hasta el pequeño edema en la factura del reciclaje o del hormigón armado va un mundo, un abismo de ingenio y destreza.
Los cinturones negros del atraco, los maestros de la tijera prefieren las aldeas ignotas, los arrabales del mapa, los lugarejos inaccesibles. Y la cachaza. Sus opulentas jubilaciones, como las estalactitas, casi se labran solos: pura deposición calcárea, dorado poso del goteo contable, maravillosa filigrana delictiva. Y todo rebozado en incongruencia, en siniestra, garrafal e inexplicablemente inadvertida incongruencia.
La política española, de unos años a esta parte, sólo es un hediondo cúmulo de incongruencias tan por el estilo de las que abren esta columna que sería inútil —mera casuística— recopilar más. Quedémonos con la categoría. Vayamos al grano, al hecho funesto de que nadie dice nada, en este país de bribones, cuando ve al funcionario haciendo la compra en horas de trabajo, ni cuando el dentista le cobra en contante y ocultable, ni cuando tantas cosas como nos bailan a ti, lector, y a mí en el cerebro.
El populacho calla, en parte porque hace lo mismo a la mínima ocasión, y en parte porque anda ocupadísimo, sobre todo por estas fechas, mitad en orear, broncear, depilar, tatuar y enseñar el pandero y mitad en asistir al espectáculo.
Estamos alcanzando, como sociedad, el nivel supremo de la estulticia, que viene a ser el fruto de una lobotomización colectiva que nos han practicado con el trépano invisible del audiovisualismo. Nos han cambiado el pensamiento por un álbum en que nos extasiamos compartiendo ridiculeces. Ha bastado una leve incitación, un pequeño empujoncito para que nos lancemos a la poza infecta del voyeurismo.
Miramos y nos miran. Perdemos el tiempo y nos lo hacen perder. Participamos en una subasta planetaria de indignidades. Nos atiborran de incongruencia y la trasegamos con deleite aunque nos provoque una continua indigestión y una melopea crónica, lo cual, bien mirado, es otra incongruencia.
Nos han vuelto incongruentes, y lo peor es que serlo nos colma de alborozo. Estamos encantados con esta irreflexión, con esta sordidez y con este igualamiento en la mediocridad. Es un entusiasmo dramático, un prurito absorbente, una locura masiva, un marasmo, una catatonia que nos incapacita para la crítica y el inconformismo.
Así que hoy película, mañana tardeo y pasado futbolancia; gimnasio y redbull a todas horas; y terraza, y copazo, y chifli —motombo y canardo que no falten—; diazepam a granel y pocilgatorio a la primera de cambio. V
amos a pagar la factura del virus, las dietas parlamentarias que no utilizaron pero sí cobraron, el déficit ferroviario, la debacle aeronáutica y el histriónico pijerío del congreso de las vanidades. Pagaremos hasta el bolso de la Charito, que simboliza el aluvión de incongruencias que nos azota. Y cuando nos hayan sacado el dinero con la excusa de la «reconstrucción», cuando nos tengan dando boqueadas, nos repartirán la racioncita de supervivencia y el manual con las consignas del ciudadano ejemplar.
Sin embargo, no rechistaremos, entregados como estamos al ímprobo, al agónico, al paroxístico, al aneurísmico esfuerzo de meter la cabeza en una pantalla para evadirnos de la realidad, para huir del vacío, para escapar del silencio. La incongruencia crece, la incongruencia se hincha, y cuando explote se llevará la democracia por delante.
*Escritor. Puedes contactar con Juan Vicente Yago escribiendo al correo juviyama@hotmail.com