Simón, ídolo pop
A nadie le importa lo que dice Simón. Solamente importa lo accesorio, las tomas falsas, los gazapos, la sorpresa del coordinador de alertas sanitarias ante la ovación verbenera del público.
Simón, ídolo pop. Simón, personaje gris y oficinesco, ramplón e impreciso, corriente y un tanto monótono ha sido portada en plan Brando, en plan malote bueno y en plan yerno que toda suegra quiere tener. Nos han puesto a Simón de motero sin casco, de transgresor correcto y de rebelde obediente.
Simón ya es imagen de camisetas y tatuajes. Ya es un ídolo de masas. Fernando Simón sale mucho en la tele; sale a diario por la mañana, por la tarde y por la noche. Simón ameniza nuestros desayunos, nuestras comidas y nuestras cenas con una salmodia de vaguedades e inexactitudes.
Nos hemos hecho a él. Nos hace falta su presencia, su peinado, su carraspera. Somos una sociedad costumbrista y acostumbrona, y aunque Simón, en realidad, no aclara casi nada, nos queda el día incompleto si no comparece. Así que sale como a tranquilizarnos, como a pedirnos paciencia, colaboración o credulidad, a todas horas.
No se sabe a ciencia cierta para qué sale tanto Simón en la tele; pero el caso es que sale, que sale mucho, que lo tenemos el día entero dentro de casa, y eso en España no sólo es garantía de popularidad, sino que, de manera misteriosa, también confiere prestigio, influencia y crédito.
No se crea, pues, que los relieves de ídolo pop que tiene o no tiene Simón le vienen de lo estupendamente que informa o desinforma, divierte o alecciona, puntualiza o marea la perdiz. Todo eso es indiferente. La única razón de cualquier idolopopismo entre nosotros es la fascinación palurda, extraña, delirante y ridícula que sentimos hacia el primero que sale a menudo en televisión. A fuerza de salir en la tele, Simón ha trascendido su naturaleza burocrática para ser una estrella, para gozar de las prerrogativas y las exclusividades que trae aparejadas en este país la ejecutoria de la fama. No importa lo que se haga; importa lo que se «sale».
Por eso apenas hay portadas de Cavadas o de Barbacid; por eso nadie quiere una camiseta de Cavadas o de Barbacid; por eso ni Cavadas ni Barbacid harían carrera en política. Una parte minúscula de la sociedad conoce y reconoce sus méritos; tienen buena prensa, en efecto; pero no son ídolos. Ni mucho menos.
Aquí para ser ídolo hay que salir mucho en la tele, porque la cantidad se valora más que la calidad, y cuanto más trivial sea la cosa, mejor. No están las molleras de la chusma para especulaciones y metafísicas, y menos todavía para ponderaciones y análisis. La masa pide holganza y jolgorio, banalidad, ocio, chiste, cabriola y ordinariez.
Simón ofrece un vislumbre de rigor; apaña un resumen diario, un recuento, un informe, una responsabilidad, una iniciativa, un balance, un algo. Simón sale y dice unas cifras aburridas, protagoniza curiosas anécdotas e intenta explicar lo inaudito, pero sobre todo está presente. Y es la presencia, la mera presencia sin más, abstracción hecha del motivo y la finalidad, lo que justifica su éxito pop.
Aquí rendimos culto al que sale, al que aparece constantemente, al que nos hace compañía desde la pantalla. Ser alguien es haber salido con frecuencia en la tele, a condición de que no se complique la existencia del respetable, o, dicho de otro modo, que se le proporcione una distracción simple, anodina e incluso atávica. Son alguien los del reality, los del concurso, los de la farándula y los de la política siempre y cuando la farandulicen.
A nadie le importa lo que dice Simón. Solamente importa lo accesorio, las tomas falsas, los gazapos, la sorpresa del coordinador de alertas y emergencias sanitarias ante la ovación verbenera del público. Tenemos una facilidad pavorosa para convertir la persona en personaje, para sustituir la realidad por la ficción, hasta el punto de que solemos votar al candidato más lleno de peculiaridades, al que mejor se transforma en caricatura de sí mismo.
Lo que nos pierde, como censo electoral, es la estereotipización. Más que a los argumentos, atendemos a los tics, a los gestos, a las excentricidades. Y a la fama. A la fama en el concepto más vacío y grosero del término. Tanto eres cuanto sales en la tele, y en las portadas, y en los memes de la red. Ni los hechos, ni las palabras, ni la personalidad nos impresionan: únicamente la mera presencia, el puro salir a la palestra, el simple mostrarse, ponerse a tiro, hacerse murmurable y cabezadeturcable.
Simón, con su omnipresencia televisiva, su atril diminuto y su atuendo invariable, con su discurso indefinido y su peinado indefinible, se ha topado con la fórmula perfecta, con la combinación infalible. Ha llegado, sin proponérselo, a la máxima categoría que puede soñar, entre nosotros, un tecnócrata o un funcionario. Ha triunfado. Ha conseguido el chilindrón, el no va más de la gloria política: ser un ídolo pop.
Seguimos a los ídolos pop. Idolatramos a los ídolos pop. Acatamos las órdenes de los ídolos pop. Les confiamos asuntos graves. Los aupamos y les aplaudimos. Incluso estamos dispuestos a darles el poder con tal de que nos hagan reír o nos conmuevan, de que representen para nosotros un sainete que alivie nuestro complejo de inferioridad. Nunca encumbraremos, ni respetaremos, ni daremos la más mínima oportunidad a un político serio.
Esta idolización de Simón es el retrato daliniano de nuestro primitivismo, de nuestro fetichismo audiovisual, de nuestra superchería y nuestra fantasmagoría.
*Escritor. Puedes contactar con el autor escribiéndole al correo juviyama@hotmail.com