Urkutronismo
El urkutronismo está en la médula despótica y arrabalera de la izquierda trasnochaile; refleja su rebeldía hueca y su naturaleza fullera; es una majaderización electoral. No hay más nivel.
La banalización, la trivialización, la majaderización de la campaña electoral que practicó la podemistria en las elecciones gallegas y vascas ha dado el fruto merecido: la desaparición parlamentaria de la ultraizquierda en el noreste y su irrelevancia en la cornisa.
Lo primero por el horroroso embrollo de siglas y mareas, y lo segundo y más divertido por haber disfrazado a Urkullu de Urkutrón y combatirlo, estética cutre de Power Rangers, en un vídeo electoral para niños o para tontos en el que los niños o los tontos eran, supuestamente, los vascos. Que viene Urkutrón; que llega el coco.
Hemos asistido a una especie de bochornismo político, a una transmutación del debate plebiscitario en una películeja de serie b, a un trasiego de la noble controversia entre candidatos al odre mefítico del entertainment. La izquierda radical ha sembrado el viento nipón para brillar en campaña, y ha recogido la tempestad calamitosa de la mengua, el desgaste y la liliputiencia.
El urkutronismo ha sido un fracaso, un ridículo espantoso, una patochada; pero servirá, en adelante, para denominar el modus operandi comunista en la pesca de votos. En realidad, no había otra cosa digna de interés en estas elecciones cantadas, y todo el mundo esperaba, con disimulo y solapamiento extremos, el desenlace, la conclusión, el cómputo final del urkutronismo, que no ha sorprendido a nadie. Podemos ha promocionado eficacísimamente al PNV porque Urkullu, convertido en el supervillano Urkutrón, ha ganado en popularidad, y, por tanto, en votos.
El fenómeno del urkutronismo ha superado el ámbito regional, se ha desbordado a sí mismo como concepto para enriquecer, con su inundación fecunda, el capítulo en que la ciencia política explica las meteduras de pata.
De modo que a partir de hoy llamaremos urkutronero al que se pasa de listo en unas elecciones; al que supone tan reflexivo al ciudadano como para decidir su voto en función de algo, aunque sean tonterías, caricaturas o animaladas, cuando lo cierto es que ni siquiera hemos llegado, como sociedad, a la catatonia colectiva; que a nuestros cerebros vapuleados e intoxicados durante años les falta mucho para sucumbir; que no estamos inconscientes y no está nada claro que vayamos a estarlo pronto, por mucho que nuestro comportamiento invite a sospecharlo; que tenemos, en fin, un instinto ideológico irreductible que tiende a reafirmarse ante los argumentos contrarios.
Esto no lo ha previsto la ultraizquierda, y se ha descolgado, ingenua, con el urkutronismo; ha obrado como anticipando el futuro, como si fuésemos ya la distópica sociedad que pintaron Bradbury en Fahrenheit, Orwell en 1984 y McCarthy en La carretera; como si la telebasura, las videojaulas y las redes antisociales hubiesen culminado su tarea; como si no tuviésemos ya defensa ninguna contra el sabueso mecánico y su inyección de procaína; como si no nos quedase voluntad ni recursos para zafarnos del gran hermano. Craso error.
En Galicia y en Vasconia siguen vibrando el discernimiento, la penetración y la mágica y galvánica inteligencia del pícaro español, aunque seguramente afectados por el morboso apego, extendido por todo el orbe, al ansiolítico, al ocio escandaloso y a la corrección política.
En tantos años de hipnosis televisiva, sopor electrónico y desactivación intelectual nos han telefilmizado y anglosajonizado, nos han llenado la calavera de bronsonismo, stathamismo, stallonismo y seagalismo, nos han dado el gato del sexo por la liebre del amor, nos han timado llamando reconstrucción a la revolución y nos han encadenado al banco de la moda para que boguemos a ritmo de lobby, pero no han logrado hacernos accesibles a la persuasión, y menos todavía ponernos las anteojeras de la obediencia ciega.
Somos un pueblo ancestralmente puñetero, hirsuto, correoso y anárquico, y nos queda siempre, al abrigo de insidias y maquiavelismos, un recoveco inexpugnable, atávico y esencial. Quiere decirse que votamos, irreflexiva y visceralmente, lo que nos da la gana, y que sólo castigamos en las urnas al que consigue lo que nosotros anhelamos —un casoplón, verbigracia, o una paga vitalicia—.
El urkutronismo ha sido un intento de sainetización, de operetización, de parrandización del debate político; una mamarrachización y una ostrogodización de la mercadotecnia del sufragio; y al taimado ibericote, como al celta sutil y al astuto vascuence, la ostrogodización le subleva.
El urkutronismo está en la médula despótica y arrabalera de la izquierda trasnochaile; refleja su rebeldía hueca y su naturaleza fullera; es el nivel que tienen, y ha ofendido a la secular adustez española cachondeizando y chabacanizando algo tan importante como el combate por el futuro gobierno del terruño.
La maniobra, claro está, se ha percibido como un escarnio, como una humillación y como un insulto. La urkutronada electoral ha puesto en el mascarón de proa del comunismo vintage el sectarismo infantiloide que venía blandiendo rinconera, fragmentaria y soterradamente, así que ya no le queda más, al cascajo de la podemurria, para evitar el naufragio, que abrir el tambarillo de lo público y hacer caladero clientelar. Cuidado.
*Escritor. Puedes contactar con él en la dirección de correo juviyama@hotmail.com