Lecturas analógicas y salmoneras de verano
Uno, ante la reclusión que augura nuestro castizo asilvestramiento, se inclina por la lectura insólita, por hacerse un piercing literario, un tatuaje novelístico y una rasta filosófica.
En verano, como en invierno, elige uno lectura en soporte analógico, palpable, olfateable y apilable; lectura de peso —también físico—; lectura en cuerpo cosido, que los años agostan el engrudo, lo vuelven quebradizo y pierde paginamen. Lectura de continente sólido y contenido señero, heteróclito, personal y asalmonado que hienda con audacia la corriente gregaria del best-seller y el estilo audiovisual que arrastra multitudes y las deja tiradas en la orilla del adocenamiento.
Lecturas veraniegas y lecturas confinadas: lecturas de cuando se tiene tiempo. Lecturas alejadas del pensamiento impuesto, de la falsa ortodoxia filológica. Libros recorridos de claro en claro al abrigo —a la fresca— de la noche. Tiende uno a la prosa de clandestinidad, a la literatura marginada, underground o como quiera llamarse; la literatura proscrita de los manuales, odiada y temida, escamoteada y maldita por los corifeos de la cultura.
La literatura que alguien, por aquello de no herir sensibilidades o no meneallo más de la cuenta, excluyó de los libros de texto en el último cuarto del siglo XX y que ahora, tal vez por inercia o por la misma razón, amojamada ya, sigue fuera del ámbito escolar. Género de segunda mano, de anaquel polvoriento y piso vaciado. Novela de Agustín de Foxá, de Martín Vigil o de Ximénez de Sandoval, este último aún con travesía dedicada en Valencia, dicen que por descuido progresoide o porque la Capitanía General, cuyo flanco recorre, sigue inspirando respeto.
El caso es que uno, en punto a lectura, se siente rebelde, transgresor e iconoclasta, disconforme con lo establecido —donde lo establecido y lo icónico es el comunismo carraco y la revuelta bolchevique de garrafón—, y busca libros halagüeños. Madrid, de corte a checa, prodigiosa novela de Foxá y retrato fidedigno de nuestra segunda y marraja república, está hoy —casualidades de la historia— de una rabiosa incorrección política; tanta que da conjuntivitis a los covachuelísimos tergiversadores del pasado.
Igual que las narraciones de Martín Vigil —ningún escritor ha vendido más libros en España—, que desaparecieron hace lustros de los catálogos bibliográficos oficiales porque las pasaron por el tafanario del alguacil, también llamado censura de tapadillo, a causa del escozor que la dignidad adolescente y la perspectiva seria de la existencia producían a los promotores del pizpiretismo y el enseñaculismo colectivo. Y los libros de Felipe Ximénez, tan felizmente propincuos en el tono, la marcialidad y los principios ideológicos a los de Foxá que resulta perfectamente lógico encontrarlos en la misma lista negra, no escrita pero tan eficaz como si lo estuviera —permíteme recomendarte, lector, como revulsivo, despabilante y antimodórrico, Las patillas rojas—.
Se inclina uno, en las horas del arresto, en los bochornos del verano y en los rigores del invierno, a embaular estos libros preteridos, arrinconados y casi prohibidos: mal vistos. Nota en ellos el potente coletazo intelectual con que la prosa libre salta, insumisa y salmonera, sobre cualquier obstáculo falaz, malicioso, eufemístico y relativista. Percibe uno estas cosas y, además, experimenta una satisfacción particular al infringir la norma tácita del perroflautismo áulico, al saltarse a la torera la miserable autoridad moral que blande la burocracia del gulag, al recortar por lo fino la intransigencia y el sectarismo.
Una canícula como ésta, con pocas posibilidades para el ocio, y una reclusión como la que augura nuestro castizo asilvestramiento invitan a probar algo nuevo; a salirse de la trocha instituida, del releje ideológico, y ponerse un piercing literario, un tatuaje novelístico y una rasta filosófica. La ley no prevé, de momento, ninguna sanción para el porro sandovaliano fumado en la intimidad, ni para el cultivo de la martinvigiluana o la condefoxiuana para consumo propio.
Nos echan encima un diluvio desinformativo, nos zahieren con publicidad ofensiva, nos clavan la banderilla de la moda, nos aturden a más y mejor con el capotazo audiovisual y nos premian la obediencia con píldoras de libertinaje, pero todavía no es delito ser un quinqui literario, ni deambular por las afueras de la narrativa. Nos queda el resquicio de la marginalidad libresca, la compensación de la lectura furtiva, el bálsamo de saborear a escondidas un texto vedado, incómodo, sedicioso.
No ha empezado la quema de libros, pero debes aprovechar el tiempo y esconder volúmenes porque no tardará en llegar, y el texto contra corriente se cotizará como nunca.