Ingobernables
Ese día presenciaremos el fracaso de la manipulación televisiva, de la propaganda febril y del embuste machacón; y oiremos la horrísona ventosidad final del populismo comunista.
“La España es un país ingobernable”, sentenciaba el guardia Parrondo en la valleinclanesquísima Corte de los milagros. Y acertó en lo último, pero no en lo del medio, porque no está nada claro si el ruedo ibérico —himno sin letra— ha sido alguna vez país. La duda viene de lejos, de siglos, con excelsos momentos estelares como el desgarrador baladro de Ortega cuando, al sentir que toda su filosofía era insuficiente para esclarecer el asunto, preguntó a los cuatro vientos qué puñetas era España.
Y uno, cuyo numen está más cerca del valle Parrondino que de la cumbre orteguiana, es un pájaro enviscado en el dilema. ¿Cómo puede gobernarse un inmenso tiovivo? ¿Cómo puede regirse un descomunal armatoste centrífugo? La enorme anarquía en que consiste la España no se presta fácilmente a la instrucción y a la coordinación. Esto se compone de sujetos divergentes, cerriles y nada empáticos que obedecen ciega, cínica y exclusivamente a su propio albedrío.
Nos clausuran el garito y proliferan orgías de arroyo y botellones de piso. Nos prescriben la mascarilla y nos la ponemos en cualquier sitio menos en la boca. Nos recomiendan distancia y formamos pelotones. Nos llaman al orden y les atizamos con su propia porra.
Hacen, más allá de la educación o la edad, lo que les da la gana: es una cuestión puramente ontológica. El ser que la sociología llama español es un individuo de La Coruña o de Cádiz, de Madrid o de Gerona —tengo un excedente de incorrección política—, de Mojácar o de Bilbao, que mira con recelo al vecino, que no se fía de su propia sombra y que sólo ve de la ley la martingala que la elude.Nos clausuran el garito y proliferan orgías de arroyo y botellones de piso. Nos prescriben la mascarilla y nos la ponemos en cualquier sitio menos en la boca. Nos recomiendan distancia y formamos pelotones. Nos llaman al orden y les atizamos con su propia porra.
Somos obstinados e irracionales, y entre nosotros hay las excepciones justas para confirmar la regla. Nos han encerrado una vez por la novedad, porque parecía una película y rompía la rutina; pero ha vuelto el fútbol, han echado al rey emérito, ha reventado Beirut, el telediario se anima, prolifera el reality show y el enseñaculismo está en su apogeo, así que fantasear con tocarnos la queda o encerrarnos de nuevo es imaginar imposibles. Nos clausuran el garito y proliferan orgías de arroyo y botellones de piso.
Nos prescriben la mascarilla y nos la ponemos en cualquier sitio menos en la boca. Nos recomiendan distancia y formamos pelotones. Nos llaman al orden y les atizamos con su propia porra. No intentemos, pues, autoengañarnos: ¿alguien esperaba otra cosa de un lugar en que se viola impunemente la morada? ¿Alguien ha pensado que pudiese actuar de otra manera esta —casi miento al decir «sociedad»— cáfila de charranes?
Habitamos, en efecto, un «país» —llamémoslo así, para evitar jaquecas— ingobernable; una llanura de Monipodio; un divertidísimo corral de comedias y una estremecedora convención de comadres.
La ingobernabilidad ibérica les aguarda; la indomeñabilidad secular de la raza, ese currojimenismo endémico, esa terquedad montaraz, esa vesania cerrera que proyectamos, implacables, impertérritos, hacia todo el que intenta someternos
Ni virus ni leyes; ni monarquías ni repúblicas: lo nuestro es pura irreductibilidad. Es la sorpresa cantada, el secreto a voces que acecha, tras el hirsuto matojo castellano, al espectro político de la rebelión de las masas, a los corifeos de la inminente dictadura de la vulgaridad, que se hacen ilusiones de mando y se ven ya Castros tonantes, Lenines imperantes y Césares augustos.
La ingobernabilidad ibérica les aguarda; la indomeñabilidad secular de la raza, ese currojimenismo endémico, esa terquedad montaraz, esa vesania cerrera que proyectamos, implacables, impertérritos, hacia todo el que intenta someternos.
Pepe Botella salió por piernas, mordiendo polvo y perdiendo, a cada bote del carruaje, dos o tres cuadros de los que había trincado. El asombro del hermanísimo, dando tumbos y contando baches, fue mayúsculo: hecho cocktail humano en la carroza gala no lograba conciliar, entre coscorrones y rabadillazos, la genialidad y el salvajismo de aquél insólito pueblo. Y lo mismo sucederá cuando advenga —que advendrá, y con la mayor ingenuidad—, la estafa bolchevique de la demagogia refitolera. Intentarán que Felipe VI —leve socarronería borbónica en la comisura— salga de naja. La chusma guardará silencio.
Caracoleará, jaque y fachendosa, la podemistria. Encaramará el pandero en la poltrona del poder; nombrará ministros, requerirá escribanos, y más pronto que tarde segregará premáticas e impondrá gabelas. Vendrá entonces el torzón, el ansia y la basca, el estupor, el tremendo pasmo del contacto con la esencia española, con este fenómeno disociativo que, como dijo Bismarck, lleva milenios desintegrándose al extremo de la Europa —otra que tal—; vendrá el tropiezo con esta pintura negra de Goya —duelo a garrotazos, aquelarre de brujas, monstruo de la razón dormida y Saturno devorador—, con esta caterva de ingobernables, con este delirante avispero de pillos, con este linaje marrajo que anonada con socaliñas al guardia Parrondo.
Sobran, por tanto, alharacas. Está de más el cacareo, el aspaviento y los ojos en blanco. Nadie nos convertirá en república bananera. Lo intentarán, sí, pero se darán de manos a boca con la frustrante, solapada, correosa y terrorífica ingobernabilidad «nacional»; con la inexistencia, destructiva y fehaciente, de aquello que ampulosa, ridícula, inocentísimamente llaman «patria». Ese día presenciaremos el estridente fracaso de la manipulación televisiva, de la propaganda febril, de la incoherencia escandalosa y del embuste machacón; y oiremos la horrísona ventosidad final del populismo comunista.