En defensa de la blasfemia
La libertad de blasfemar, en contra de lo que pueda parecer a algunos con facilidad para ofenderse, forma parte esencial de la libertad de expresión
Hace más de cinco años, el 7 de enero de 2105, se produjo el sangriento y letal atentado yihadista en la redacción del semanario Charlie Hebdo que terminó con la vida de 11 personas y que dio paso a dos días más de terror, en que los atacantes huidos y perseguidos por las fuerzas de seguridad francesas asesinaron a un policía y a varios trabajadores de un supermercado judío, hasta que fueron finalmente abatidos.
La justificación de los atacantes fue la publicación por parte de la revista de unas caricaturas de Mahoma presuntamente ofensivas en 2006, si bien tan endeble argumento no puede ocultar la realidad: Se trató de un infame y cobarde ataque perpetrado por verdaderos enemigos de la democracia, incapaces de comprender lo que significa la existencia de un estado democrático de derecho que protege y fomenta la libertad de expresión.
Esta semana, con la apertura en París del macrojuicio en que se juzga a aquellas personas que dieron asistencia económica, técnica, logística y de otra índole en la realización del atentado, el semanario Charlie Hebdo ha vuelto a publicar como homenaje y acto reivindicativo las polémicas caricaturas, sobre las que ha sido preguntado en rueda de prensa el presidente francés, Emmanuel Macron, a la sazón de visita en Líbano, quien ha dado una respuesta a la que comenzamos a estar lamentablemente poco acostumbrados: abiertamente y sin tapujos ha defendido el derecho a blasfemar, como parte integral de la libertad de conciencia y, por ende, de los derechos y libertades fundamentales.
Palabras claras y valientes que muestran una enorme claridad mental. La libertad de blasfemar, en contra de lo que pueda parecer a algunos con facilidad para ofenderse, forma parte esencial de la libertad de expresión. Macron merece reconocimiento y respeto por su defensa, en unos tiempos en que la dictadura de lo políticamente correcto y el linchamiento en redes van camino de reducir lo que se puede decir públicamente a su mínima expresión.
Es fácil caer en la política del apaciguamiento, cediendo terreno constantemente y restringendo el ámbito de libertad persona, sobre la premisa aparentemente positiva de no ofender al otro. Se olvida por desgracia que hay quien se ofende con mucha más facilidad que otra, y en una democracia deben convivir personas con visiones a menudo antitéticas de lo bueno, justo o sagrado. No es una idea cabal restringir la libertad de los grupos más flexibles y acomodaticios para no ofender a quien es más inflexible.
No hay que olvidar que el respeto a la libertad religiosa, tan fundamental como el de expresión, no otorga a religión alguna patente de corso ni le exime de poder ser objeto de crítica, sea ésta de tipo humorístico o cualquier otro.
La verdadera tolerancia y convivencia radica en la posibilidad de ofender sin temor a represalias, dentro del sano ejercicio de la libertad de expresión, que puede (y debe) incluir especialmente el humor. Plantear como causa justa para matar a nadie la publicación de una serie de viñetas, que en muchos casos no hacían más que incitar a la reflexión y la autocrítica, significa que el problema no fue nunca dichas imágenes, sino que fueron la excusa para desencadenar una frustración reprimida por parte de unos enajenados contra una sociedad libre que no quisieron aceptar.