De series y cuentos en tiempo de coronavirus
No sería de extrañar que el vicepresidente, entretenido con las oscuras cuentas de su partido, y el culebrón de la tarjeta móvil, planee como Franco su guión cinematográfico.
He leído, durante este aciago agosto marcado por la incertidumbre de la pandemia, acerca de la irresistible afición del vicepresidente Iglesias por las series de pago. Supimos de aquella payasada en la que se presentó con un ejemplar de Juego de tronos como extravagante e inoportuno regalo al monarca cuando apenas soñaba con asaltar los cielos desde su pisito proletario.
Instalado hoy en Galapagar, protegido por más efectivos de su denostada Guardia Civil de los que hubieran resultado necesarios para hacer correr a sus correligionarios en cualquiera de sus cobardes llamamientos al jarabe democrático que tanto ahora le molesta en carne propia, se ha permitido el lujo de comentar su avidez serial.
Curiosa coincidencia con la conocida afición de Franco por el cine bélico que me ha hecho recordar el pseudónimo de Jaime de Andrade con el que se coló, primero como novelista y después como inspirador del guion de la película Raza que José Luis Sáenz de Heredia y Antonio Román llevaron a las pantallas en los comienzos de la postguerra (1942) y, suavizada por las circunstancias internacionales, repusieron con el título El espíritu de una raza en 1950.
No me consta que el inefable vicepresidente podemita, entretenido en burlar la justicia ya sea por las oscuras cuentas de su partido y los vengativos e improcedentes despidos de sus asesores jurídicos, ya por el culebrón de la tarjeta del móvil de su particular asesora en tiempos de europarlamentario, planee su propio guion cinematográfico. Pero no sería de extrañar.
Es lo que tienen esas ínfulas totalitarias, esos complejos superados mediante el ordeno y mando y el abuso que aproximan en formas y contenidos dictaduras de izquierdas o derechas. El mismo desprecio por la inteligencia y la libertad, la misma usurpación de la voluntad del común por la norma que beneficia en exclusiva a quien la dicta.
Es tal el descaro y la hipocresía de la que está haciendo gala, la soberbia con la que alimenta cada una de sus intervenciones parlamentarias o las estratégicas apariciones en cualquiera de “sus” cadenas televisivas, que tengo para mí que ha enloquecido. Que se ha pasado de frenada en el ejercicio de ese poder vicario que selló -tras los lloros correspondientes- con el abrazo de la vergüenza. Ellos sabrán hasta dónde creen poder llegar.
Y tengo también para mí, que más dura será la caída.
Los paulatinos cambios de imagen, el juego ambivalente de chaquetas y jerséis, de pañuelos y corbatas (ahora el moñito y los aretes), aunque menos llamativos que los de su señora ministra, son también un indicador de la fragilidad de su discurso social que no es otro que el del mantenimiento del poder a toda costa y -si para ello es necesario- el empobrecimiento de España y los españoles. Esos y no otros han sido siempre los objetivos de los regímenes comunistas. Desde Stalin a Castro.
Que la pandemia ha resultado el mejor caldo de cultivo -letal- para armar ese mal llamado escudo social con el que pretende proteger fundamentalmente sus oscuros aunque declarados intereses, es ya una evidencia. Una evidencia de la inexistencia de límites morales y de cierto regusto por la calamidad permanente.
La presencia de los podemitas en el gobierno es el indicador, también permanente, de esa calamidad que Sánchez ha propiciado a su mayor gloria y disfrute. Su imprescindible salida, incluida la de sus series y sus cuentos, es el paso absolutamente necesario para que esta tierra nuestra recupere el sosiego y el emprendimiento, la cultura del esfuerzo y la confianza en nosotros mismos. Incluido
ese amor a España que la deslenguada portavoz del gobierno atribuye a sus socios y hasta a los independentistas que trabajan para su destrucción. Lo veremos.