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La republicona

Únicamente la España mostrenca y anticuada, republicona y arramblaticia, retrógrada y totalitaria que ha venido a ser esto podía seguir cuestionando la división de poderes.

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Ningún país de occidente discute ya si la jefatura del poder judicial ha de ser elegida por los políticos o por los magistrados; así que sólo nos cabe aceptar la vieja hipótesis, formulada por tantos pensadores, de que somos una discordancia, un lobanillo, un finisterre vergonzoso en la Europa contemporánea; o llegar a la conclusión, fruto de nuestras propias elucubraciones, de que hay algo ridículo, inaceptable, absolutamente perverso en la pepitoria que manda.

Nos ha ocurrido lo más negativo y marginador que podía ocurrirnos en el tiempo de la vulgaridad, la incultura, el enseñaculismo, la pizpiretosis y la masa en rebeldía: que la doblez, el involucionismo, el anacronismo y el caricato han trepado a la poltrona.

Mientras la Europa institucionalmente consolidada pone dinero y cerebros a combatir la pandemia que asola el planeta, la España regresiva, infantiloide, bolcheviscente y leninizante desastra el Congreso, reparte sinecuras, aferra privilegios, endiña decretos y traiciona su palabra como si lo más importante fuera desenterrar vetusteces, exhumar zancarrones y galvanizar inquinas. Mientras el mundo civilizado se ocupa de investigaciones, vacunas y medicamentos, la republicona española desbarra sobre lucha proletaria y bocadillos patrióticos.

Mientras la humanidad se defiende contra el virus, la España cotorrona lo dispara en la refriega separatista y en la bullanga parlamentaria.

Mientras el orbe lucha contra las amenazas, aquí nos amenazamos —de nuevo— unos a otros. Nos vuelven a lo de antes, a lo podre, a lo que parecía superado pero que no lo está porque dejamos que nos lo encasqueten.

Entramos al trapo y polemizamos como descosidos con la excusa de la moción, de la censura y de la impostura. Nos pinchan la visceralidad, ese atavismo que no supimos dejar atrás, y damos el respingo instintivo, racial y cavernario; y nos lanzamos a la discusión febril, al empecinamiento guerrillero, al encono acérrimo y al baladro garrafal. Y lo hacemos —voluntariosos, exagerados, ignorantes— aspirando el aire a través de la mascarilla, con los bofes en angustia y el cerebro en salmuera de consignas y dióxidos.

Sólo nos cabe aceptar la vieja hipótesis, formulada por tantos pensadores, de que somos una discordancia, un lobanillo, un finisterre vergonzoso en la Europa contemporánea; o llegar a la conclusión, fruto de nuestras propias elucubraciones, de que hay algo ridículo, inaceptable, absolutamente perverso en la pepitoria que manda.

La España, el pueblo —esa «patria» que alcanfora el discurso marxistrotskista— conserva relieves de aquellos pundonores imperiales que la llevaron a la ruina cuando los tercios de Flandes; no ha enfriado todavía en el comercio la improductividad hidalga y el orgullo tonto; no ha logrado el cálculo y la flema.

Los poltrones lo saben, y lo aprovechan. Quiere decirse que al populacho español, exasperado por la crisis, rejoneado por el virus y aturdido por mil capotazos audiovisuales, todavía le quedan arrestos para embestir al escarnio político y administrativo que debiera denunciar.

Los franceses, los alemanes, incluso los ingleses —que siguen siendo europeos desde las afueras de la convenciencia— exigen, hacen valer sus derechos. Los españoles, en cambio, damos juego al bolchevismo y sufrimos la humillación, el terrible bochorno de que salga Bruselas a protegernos la independencia de los jueces.

La España pandémica, burlada y empobrecida cruza en falso el cenagal de la polémica y alivia ingobernabilidades y frustraciones en las tambarrias ilegales.

Al morlaco español —¡ay!— le pirra el rojo, y está ocupadísimo dando cornadas ideológicas a diestro y siniestro, cuajándole al populismo la faena macabra de la carpanta inducida y la ruina procedimental, siéndole víctima, instrumento, estafermo, pasmarote. La España pandémica, burlada y empobrecida cruza en falso el cenagal de la polémica y alivia ingobernabilidades y frustraciones en las tambarrias ilegales.

Nunca fuimos, a lo que se ve, raza de conquistadores ni unidad en el destino: era una leyenda, un cuento, una farsa para darnos ánimos, para envalentonarnos y que nos atreviésemos a supercompensar el déficit de autoestima. Porque lo que de verdad éramos, y somos, y si no reaccionamos pronto seremos a más no poder, es carne de cañón.

El soviet lo sabe, y lo aprovecha. Algunas voces acreditadas afirman ya que rendiremos nuestra voluntad sin resistencia; que nos avillanaremos como nunca; que seremos una sucursal de Venezuela, de Chechenia, de Bielorrusia y de Cuba; que iremos en bicicleta y llevaremos el uniforme nacional —un chándal con el banderote republicano—; que comeremos lo que nos digan, barreremos el falansterio y televeremos lo que nos echen; que seremos camaradas, ecologistas y stajanovistas; que nos lo vamos a pasar pipa.

El plebeyismo zoquetorro tiende la mirada sobre la nueva republicona y columbra, en una poza lejana, el postrer brillo, el reflejo crepuscular de unas urnas que se hunden poco a poco en el tarquín. Será dificilísimo recuperarlas.

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