El hartazgo
La pandemia nos acogota, nos extenúa, nos harta, y hay quien comete imprudencias con el placer de la travesura y el desvarío del que ya no puede más.
Nos envuelve una niebla de hipótesis, un humazo de conjeturas, un hollín elucubratorio con el que unos y otros intentan averiguar la causa del tsunami viral que lo arrasa todo. Una gigantesca maquinaria especulativa que, sin embargo, no da con la respuesta. Encuentra, todo lo más, consecuencias que parecen causas, aproximaciones insuficientes y explicaciones parciales. Porque la razón última de la expansión descontrolada, exponencial, terrorífica de la epidemia no está en los encuentros familiares, ni en el trabajo, ni en el supermercado, ni en la muchachada que se ajuma en las plazas, en los pisos y en los arrabales, ni en la farsa de gobierno que representa el gobierno.
Todo eso, en realidad, son consecuencias —menos la farsa, que constituye un mal en sí misma—. La verdadera razón, el auténtico motivo, único e inapelable, de la segunda embestida que atropella Europa es el hartazgo, el tremendo empacho de requilorios, limitaciones, encierros, profilaxis, inseguridades, provisionalidades, confusiones, limpiezas, alejamientos y sustos que padece la sociedad.
Quiere decirse que la ciudadanía sabe perfectamente que hay un virus, como sabe perfectamente lo que debe hacer para no contagiarse; pero eso que debe hacer es un conjunto de cosas engorrosísimas que no enumeraremos aquí porque nos las enumeran a diario en la televisión patriótica —horrible mortificación para quienes las cumplen a rajatabla—, y el personal ha llegado, sencillamente, a la saturación, a la saciedad, al atarugamiento completo.
El despiporre, la garrulería y el enseñaculismo del verano liberado y libertario trajo más virus, más desconcierto, más ruina, más agobio y más lecciones magistrales de arbitrariedad administrativa.
Primero pareció un juego, una broma, un peliculón apocalíptico en el que, algo fastidiados pero curiosos, tuvimos que participar. Luego vino el confinamiento, que aguantamos porque se concibió y lo percibimos como solución final, como algo drástico y definitivo: encerrarse y erradicar aquéllo. Pero no.
El despiporre, la garrulería y el enseñaculismo del verano liberado y libertario trajo más virus, más desconcierto, más ruina, más agobio y más lecciones magistrales de arbitrariedad administrativa. Otro atracón de limitaciones, prohibiciones, requerimientos, perimetrajes, vigilancias y malabarismos. De modo que nos encontramos peor que al principio, aunque no por la desobediencia, la ingobernabilidad o la rebeldía castizas —que las hay como las hubo—, sino por un desorbitado, formidable, colosal hartazgo añadido.
El Covid nos ha llevado a superarnos; ha sido el estímulo que nos faltaba para que nuestro currojimenismo anecdótico y montaraz se convierta en categoría endémica; el impulso que nos ha elevado a la estratosfera de la indomeñabilidad, al olimpo cerril y cerrero. —¿Quién se ha bebido estas botellas, chaval? —Nadie —responde uno. —Tu padre —murmura otro, a voz en grito, por detrás. Y el agente, patidifuso, deprimido, muy harto, y tan inerme como pueda estarlo en España un representante de la ley, se da con un canto en la dentadura si los pimpollos le dejan ir sin pegarle.
La vulgaridad, la desproporción y la beligerancia indígenas han cedido el puesto al hartazgo y el hastío. El hartazgo, la rinitis y el hastaelmoño laten ahora detrás de nuestra consuetudinaria picaresca.
Pero la culpa, ya digo, no es ya de la mala educación. La vulgaridad, la desproporción y la beligerancia indígenas han cedido el puesto al hartazgo y el hastío. El hartazgo, la rinitis y el hastaelmoño laten ahora detrás de nuestra consuetudinaria picaresca.
Está la chusma empalagada con tanta norma, tanta precaución y tanto miedo. Harta. Y el hartazgo la pierde. Así que la debacle sanitaria no sólo es producto, en este momento, de una irresponsabilidad simple, sino mezclada, complicada, enriquecida con hartazgo; como el drama económico no sólo viene del confinamiento pasado, sino de la maldita permanencia del virus, de lo suavemente implacable que ha salido, de lo largo, lo interminable y lo insoportable que resulta.
La pandemia nos acogota, nos extenúa, nos harta, y hay quien comete imprudencias con el placer de la travesura y el desvarío del que ya no puede más. El hartazgo es el nuevo marco en que nos movemos; un hartazgo profundo, múltiple, arrebatador y venenoso.
Experimentamos el hartazgo absoluto del informativo que repite sin piedad la melopea econovírica; del encorsetamiento vital y el aherrojamiento existencial; del rostro tapado y las manos desolladas; del desfilache y sus picores; del dióxido asqueroso y las normas proteicas que van y vienen, que desaparecen pero vuelven, que cambian sin dejar de ser idénticas. Hay un hartazgo colectivo, una impaciencia general, un desespero mayúsculo, un berrinche inconmensurable que se agudiza cuando la ensaladilla roja tricota su bufanda revolucionaria bajo la lona camuflona de la pandemia.