El tugurio electrónico
El comercio electrónico es la metadona del comercio auténtico; es un escaparate gigantesco que nos ofrece como posibles compras que son imposibles, que nos tienta con una falsa plenitud
Como no podemos ir a comprar, hemos entrado en el tenebroso tugurio del comercio electrónico, donde buscamos aplacar la nostalgia del ambientillo y la escarbadura que antaño nos proporcionaban las tiendas. Pero no es posible. No lo conseguimos, porque al pasar de la compra in situ a la compra online lo que se pierde, precisamente, son el ambientillo y la escarbadura, el oler y el tocar, el trato directo y la realidad.
Es como cambiar un libro de papel por un e-book: la lectura sigue, pero no es lo mismo. En la dimensión electrónica la compra no llena y la lectura no satisface.
Se cumplen los objetivos, pero no las expectativas. Porque las expectativas humanas rara vez son unitarias. Más bien son poliédricas, de modo que vamos a la cafetería para tomarnos un café y estar allí, oliendo los otros cafés, atisbando a las otras personas y sintiéndonos parte del tráfago; leemos un libro para bebernos el texto y oler la tinta, palpar la textura y pasar las páginas; visitamos una tienda para comprar algo y curiosear, mirar, tocar y mezclarnos con el resto de la especie.
En todo lo que hacemos buscamos una experiencia global, multifactorial y multisensorial. Por eso necesitamos hacerlo en persona.
La electrónica nos deja fríos. Es, en el mejor de los casos, un sucedáneo para ir tirando mientras atravesamos el inhóspito cenagal de la pandemia
La electrónica nos quita la sustancia, la gracia de las experiencias, porque nos las reduce a una sola dimensión. La compra electrónica es puro practicismo, un acto mecánico, y nos produce una insatisfacción que intentamos conjurar comprando más; como intentamos conjurar la insatisfacción de la lectura digital con el pensamiento, aparentemente alentador, de llevar miles de libros embutidos en una tableta; o la tristeza de un café sin ambiente con el espejismo publicitario de la relajación y el recogimiento del hogar. Pero las tretas no surten efecto.
No conseguimos engañarnos. Nos falta lo accesorio, que suele ser lo principal. Nos falta la enjundia, el meollo, la gracia de las cosas. Porque —ya lo hemos dicho— cuando compramos no sólo queremos comprar, cuando leemos no sólo queremos leer, y cuando tomamos un café no sólo queremos beberlo.
Queremos el café, la lectura y la compra con todo lo anejo. Queremos trasegar, paladear y conversar el café; queremos palpar, oler y marcar la lectura; queremos revolver, cotejar y pasear la compra, cruzarnos con otros mientras compramos, escudriñarnos mutuamente y sentir la satisfacción de llevar las bolsas en la mano e imaginar el estreno mientras volvemos a casa.
La electrónica no nos da esa plenitud; no nos aporta la complejidad que necesitamos; no satisface la complejidad que somos. Nos deja fríos. Es, en el mejor de los casos, un sucedáneo para ir tirando mientras atravesamos el inhóspito cenagal de la pandemia.
Se trabaja desde casa, se tramita desde casa y se compra desde casa... Eso es condenarnos al síndrome de abstinencia.
Los bares y restaurantes no llegan a fin de mes con la comida para llevar, ni las editoriales con los e-books. Tienen mucho más que ofrecer que no se aprovecha; un stock inasumible de compañía, relación, encuentro, contacto, eventualidad y expectativa: de humanidad. Y el negocio, sin expender todo eso, mengua y fenece. Justo lo contrario de lo que pasa con los tiburones del comercio electrónico, tan asépticos, tan robóticos, tan profilácticos, tan competentísimos y eficientísimos. Ellos engordan con la compra compulsiva que hacemos, con el redoble de compra sucedánea que damos para mitigar el mono de la compra verdadera.
El comercio electrónico es la metadona del comercio auténtico; es un escaparate gigantesco que nos ofrece como posibles compras que son imposibles, que nos tienta con una falsa plenitud. Y caemos en la trampa; y agarramos, y embestimos, pero no logramos. Es la decepción absoluta de hacer un click y que nos lo traigan a casa; de adquirir el artículo y nada más; de habernos perdido lo mollar de la cuestión.
Los tiburones del comercio electrónico, tan asépticos, tan robóticos, tan profilácticos.
Dicen que, de momento, tendremos que acostumbrarnos; que la vida está cambiando; que se va ciñendo al objetivo, que se va pragmatizando, que se va concretando; que se trabaja desde casa, se tramita desde casa y se compra desde casa; que nos convertimos en protagonistas de una utopía futurista. Eso es anunciarnos, a los meridionales, el invierno escandinavo. Eso es predecirnos, donde gran parte del tejido económico está hecho con urdimbre de luz y trama de vida, una ruina espantosa. Eso es condenarnos al síndrome de abstinencia.
¿Cómo no están vacunando el día entero en los colegios electorales? ¿Como no confinan entretanto a la población? La electrónica va bien para salir del paso, pero no equivale al gozo de la presencia. La electrónica, como pan y circo, tiene fecha de caducidad, y las consecuencias del desengaño colectivo son imprevisibles e inquietantes.