¿Límites a la libertad de expresión?
Pablo Hasel no es ninguna hermanita de la caridad, tiene juicios pendientes por agresión y a sus seguidores les importa un comino la defensa de la libertad de expresión
La pregunta que encabeza este post es un debate continuo y sobre el que no existe una solución pacífica. La primera respuesta para resolver este embrollo que viene de modo automático a la mente de muchas personas es poner el límite donde comienza la libertad de los demás. Lamentablemente se trata de una respuesta pueril, engañosa y terriblemente peligrosa que genera a su vez nuevos interrogantes: ¿Qué es la libertad de los demás? ¿Quién decide que es correcto o incorrecto? ¿Pueden coexistir concepciones contrarias de la vida?
Hablar de la libertad de los demás o de la propia, supone erigirse en juez y parte: bueno y adecuado será lo que uno piensa, malo lo demás. ¿Supone eso que una persona así plantee la prohibición de aquello con lo que discrepa o le resulta ofensivo? Por suerte la respuesta en los estados democráticos es un rotundo no. El pluralismo democrático se basa en la tolerancia, que como define la RAE, consiste en el "respeto a las ideas, creencias o prácticas de los demás cuando son diferentes o contrarias a las propias." Ahí radica la clave, en ser diferentes o contrarias a las propias, pero no pretender silenciarlas.
Lo anterior no implica que existan una serie de consensos comunes mínimos en virtualmente todas las sociedades: ninguna sociedad permite el robo, el asesinato, la violación, el incesto... Por decirlo de algún modo, todos estamos de acuerdo en lo más básico. La cuestión se vuelve más peliaguda cuando comienzan a hacer su aparición sesgos por razones religiosas, ideológicas o culturales que intentan imponerse a aquellos que no los comparten o cuando se rozan los límites de la crítica más o menos beligerante a la autoridad.
Este último caso es el del rapero Hasel, condenado a su entrada en prisión por las letras de sus canciones y una serie de tuits en que realizaba un enaltecimiento del terrorismo, amén de injurias a la Corona. Si bien las letras eran claras, debo estar de acuerdo que se trata de un castigo desproporcionado, pues entiendo que nunca debió haber castigo alguno.
No es preciso ser un fanático seguidor del rap para saber que parte de su atractivo se basa en sus letras contestatarias y combativas, poco proclives al respeto por la autoridad, lo que no extraña dado su origen marginal. Para que nos entendamos: es parte del espectáculo el ataque verbal a los poderes establecidos. Eso lo tiene claro el cantante y sus seguidores, que pese a lo que puedan decir las letras de las canciones o los tuits del susodicho, no se dedican en la vida real a cometer actos de terrorismo ni existe riesgo real de que lo hagan. Dudo, eso sí, que existan monárquicos entre ellos.
Parece que fiscalía y jueces no tuvieron en cuenta estas cuestiones a la hora de juzgarle en un proceso que contó con todas las garantías procesales, aunque de resultado, como he indicado, desproporcionado e injusto. Se juzgaron palabras y actitudes que nunca tuvieron una repercusión negativa real y que, como mucho, conseguirán que se produzca un nuevo efecto Streisand. No estamos ante el caso de Trump, quien no sólo se dedicó a socavar las bases de la democracia norteamericana, sino que logró movilizar a sus seguidores para que asaltaran el Capitolio. Ahí sí hubo una responsabilidad por lo dicho, cómo lo dijo y desde que posición: la de presidente de una potencia mundial.
Este tipo de juicios son relativamente recurrentes, El Jueves, cuya famosa portada con el actual rey y Letizia retozando consiguió que esa edición fuera secuestrada (aunque tarde, sigo conservando ese número como muchos otros españoles) o el también rapero Valtonyc, por nombrar dos ejemplos saben mucho del tema. Cada vez que vuelven al candelero, los principales partidos se posicionan y hablan de reformar los delitos relacionados con la libertad de expresión, endureciéndolos o suavizándolos. Las propuestas realizadas ahora tanto por PSOE como por Unidas Podemos apuntan en esta última dirección, que considero la correcta.
Dicho lo anterior, toca recordar que Pablo Hasel no es ninguna hermanita de la caridad, que tiene además juicios pendientes por agresión y que a sus seguidores estos días en las calles de Madrid y Barcelona les importa un comino la defensa de la libertad de expresión, utilizando la condena como excusa para el vandalismo.
No me he vuelto un peligroso radical de izquierdas, sigo siendo un liberal en el sentido clásico del término que la RAE resume razonablemente bien: "Comprensivo, respetuoso y tolerante con las ideas y los modos de vida distintos de los propios, y con sus partidarios.". No hay que confundir tolerancia y respeto con ausencia de crítica, incluso mordaz e hiriente, con aquello con lo que no esté de acuerdo; de hecho, defenderé su derecho a manifestarlo y llevarlo a la práctica, dentro de las reglas del juego democrático.
La libertad de expresión debe ser siempre lo más amplia posible y con pocas restricciones porque nunca se sabe cómo evolucionará la situación y, lo que hoy puede ser un sentir mayoritario, mañana será minoritario y visto con recelo. Es preciso defender sobre todo la posibilidad que las posiciones minoritarias y más débiles se expresen sin miedo, porque ello enriquece la democracia.
Por ello, me pone los pelos como escarpias escuchar cómo desde la tribuna del Cogreso, el vicepresidente de nuestro país, ya no meramente el jefe de un partido de oposición, pide el control de los medios de comunicación, con el peregrino argumento de que no se les ha votado.
Parece olvidar que la iniciativa privada, dentro del ámbito de la ley y el sentido común, no requiere votación. Resulta claro que el señor Iglesias no gusta de la libertad de expresión de los medios de comunicación, pero aunque le disguste, va a tener que aguantarse, puesto que España no es su querida Venezuela.