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La hez

No ha dejado nunca de serlo, pero ahora es una chusma diversificada, ramificada, generalizada; un populacho que no sólo es carne fofa de barrio bajo

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El quid está, entre otras cosas, en la hez. O la hez es todo el quid. Quiere decirse que la hez de la sociedad está creciendo, que padece una elefantiasis audiovisualmente inducida, una inflamación causada por la superficialidad, un infantilismo tumefacto que se la lleva desgalgadero abajo y le genera compulsiones tan avasalladoras como la corrección política, que viene siendo una de sus preferidas; o la vulgaridad en cualquiera de sus formas; o la concupiscencia; o el pizpiretismo, que no lo parece pero es de las más perniciosas.

Una hez abotagada, congestionada, reventona, que practica un razonamiento raro, apoyado en la mayoría y nutrido por el capricho, una superioridad apócrifa que le hace suscribir a pies juntillas lo que digan todos, inventar nuevas verdades e incluso negarlas todas en caso necesario. La hez es la chusma, sí.

No ha dejado nunca de serlo, pero ahora es una chusma diversificada, ramificada, generalizada; un populacho que no sólo es carne fofa de barrio bajo —adiposidades de fritanga y bollería industrial— sino también carne prieta de nómina ingente y posición sin vocación —pesas y bótox, trainer y peluco, viajazo, chaletazo, cochazo y perneras troqueladas—. ç

Es el empoderamiento de la hez, que lo invade todo y devalúa la existencia. Es la expansión de la hez, su paso del ámbito marginal a la universalidad. Hoy hay hez en la jet y en la chabola, en los arrabales y en el puritito centro. Hez analfabeta y hez tecnócrata. Los infusorios, los átomos, las nonadas rebelonas que conforman la fétida matraca de la hez son hoy tan groseras como siempre, pero mucho más numerosas. Hez soez.

Porque ser hez, en este siglo, no quita dignidad: quita, porque unos y otros —hez de arriba y hez de abajo— ya no quieren tenerla, educación. La nueva y anchurosa hez es una falta clamorosísima de sensibilidad y de nobleza, de bonhomía, empatía y rectitud. Hez marraja y traicionera, que aparta de sí o evita cualquier ocasión de mejoramiento.

La hez es la parte de la sociedad que se ha quedado, por circunstancias inevitables —pervivencia de la vieja escuela— o por desgana —irrupción de lo nini— en el chasis de la sordidez, la superstición y la ignorancia.

Los hombres de neandertal eran listos pero mostrencos, y por su embrutecimiento sucumbieron al intelecto refinado, sutil, artero del homo sapiens. La hez, en cambio, aunque tiene pinta de neandertalismo redivivo, resulta más correosa, toma su fuerza de la multitud y se impone a garrotazo limpio.

Es la calavera fea, el asalvajamiento hirsuto de lo que pudiera ser belleza y sofisticación, artificio y elaboración: inteligencia. Y el caso es que no para de crecer, de triunfar y de imponerse; porque la hez es la parte de la sociedad que se rebela, y como todo el mundo sabe —de que no— la rebelión de las masas que formuló D. José Ortega en el siglo pasado se aproxima en éste a su punto álgido, a su cénit, al chilindrón absoluto del atarugamiento y el mefitismo.

La hez es el poso en que ha precipitado el premonitorio análisis de Ortega; es la segunda fase del encanallamiento colectivo, la fermentación de la masa rebelada, su transmutación definitiva en hez. La hez manda en todos los niveles, y es imposible hacer negocio sin pasar por ella. Teatro para la hez, pintura para la hez, música para la hez, literatura para la hez, publicidad, prensa, radio, televisión, moda, enseñanza y política para la hez. La hez es la clave de nuestra época, la explicación de la penuria intelectual que lo inficiona todo.

Las copiosas variantes del pop han degenerado en la repetitiva miseria del reggaeton; el imaginativo torrente cinematográfico, en arroyuelo sicalíptico y telefílmico; la ropa se avillana, la enseñanza se acobarda y se ludifica; el parlamentarismo desaparece, la información se tomatiza y la literatura se gomorriza —hojea, infeliz, ese tocho que tu hija está leyendo—.

La hez está en los gobiernos; lleva la voz cantante —con un genio de mil demonios— en la cuchipanda familiar, en la oficina, en el gimnasio y en la reunión del APA; es el triunfo de la falacia y la entronización de la mentira. El mundo entero, en una desidia inédita, se ha dejado infiltrar esta hez que fue marginal y ahora es casi general.

Pero lo más triste, lo más descorazonador del asunto es que toda la corrección política, todos los adocenamientos y todas las ordinarieces que inflige la hez son, en realidad, encargos que le hace, sin que se dé cuenta, una élite oculta; susurros en la oreja de la hez, diciéndole qué debe hacer, convirtiéndola —tan líder que se creía— en un esbirro tonto, en un sicario pasmado, en un ejecutor alelado. Llámalo Bildelberg.

Llámalo como quieras; pero hay un club, una logia, un complot, un contubernio, un algo que ha cebado la hez con el pienso negro del ocio y la obscenidad; que le ha encasquetado las anteojeras del instinto y le ha puesto delante la zanahoria de la indecencia para que corra, como alma que lleva el diablo, a las zahúrdas de Plutón. Porque al club, al Bildelberg, al contubernio, al aparato que rebute mazamorra en el gañote de la hez solamente le importa, de su enloquecido galopar, lo que atropella en el camino.