Recibos como látigos
Urge, por tanto, encauzar, constreñir, ´educar´ al populacho en la sumisión. Porque no hay revolución sin sacrificio, y una tan importante como la rebelión de las masas lo requiere gordo
Como si les chinchara que podamos elegir, en cuanto han visto lleno el chiquero de AstraZeneca y vacío el de la obediencia nos han salido con la matraca del CombiVac y los desvelos de papá estado. Luego ha sido la milonga de la luz, de la energía, de la electricidad, que nos han centrado en planchas y lavadoras, de horario variable, para que no pensemos en las estufas, de horario fijo —los pensionistas de 450 euros vivirán arrebujados entre cartones o las enchufarán y pasarán del aire como los yoguis indios—.
A continuación ha llegado la tomadura de pelo de la ITV, que transmuta en graves ciertas faltas leves para mengua y zozobra de la faltriquera media/baja y rechifla intensa de la pudiente. Disfrutábamos, al parecer, de mucho margen; podíamos —todavía podemos, aunque nos van desvarillando el abanico— elegir, y semejante avilantez, en un falansterio disciplinado y respetable, no es de recibo.
Urge, por tanto, encauzar, constreñir, «educar» al populacho en la sumisión. Porque no hay revolución sin sacrificio, y una tan importante como la rebelión de las masas lo requiere gordo. Se lava uno el uniforme del partido a partir de las doce, y se levanta para plancharlo y almidonarlo a las cinco —poco lecho, poco plato y mucho zapato, que luego nos apoltronamos y no servimos a la patria como es debido—; apaga uno el candil de aceite racionado a las veintidós y va embaulando, mientras hace tiempo, el De Verdad, el Granma, el Pravda o el novelorro libertario y confederal a las heroicas claridades del alumbrado público.
La televisión, fuera del magazín educativo de las mañanas, ni mentarla: un aparato del demonio que nos nubla el cerebro y nos tienta con la foto de Colón. Seguidamente, bien lustrado el calzado reglamentario, y en transporte requetepúblico —el coche, vehículo capitalista-carbonillero, está prohibido por la junta popular de salud—, al trabajo de sueldo regulado —ínfimo, pero libre de las cochinas manipulaciones bursátiles—.
Bendito rigor especulativo el que nos da el partido cuando, henchidos de veneno audiovisual, se nos agarrota el pensamiento. Nuestro vicio y nuestra disipación, verrugones que debemos a la excesiva libertad, nos incapacitan para tomar decisiones. No acertamos a votar lo «correcto», así que de momento, y hasta nuevo aviso, no habrá comicios. Qué alivio. Qué descanso. Qué tranquilidad.
El soviet nos cuida. El gran hermano lo ve todo. El politburó vela por nuestra higiene mental. Es comprensible, sin embargo: no ha tres años que tenemos el encéfalo en vinagreta progresoide, correctopoliticista y enseñaculista, y todavía no está lo encurtido que debiera. Pero todo se andará; es cuestión de tiempo y de perseverancia.
El estado, el gobierno, la cúpula del trueno —que no significa, en modo alguno, «tronada», no vayamos a confundirnos— cumplirá su misión a conciencia, nos convertirá en camaradas de pro, en ciudadanos de primera, en patriotas ejemplares, y lo primero, si queremos alcanzar ese nirvana sociológico, es no elegir nada, no decidir, no pensar.
No es conveniente que nos enredemos en la cambronera del criterio y la sindéresis. El altruismo, el buenvecinismo y el comunismo necesitan, simplemente, que nos dejemos llevar. Basta, para ser un súbdito modelo, con aprovechar los relejes que nos ha marcado, con una generosidad sin límites, el consejo evanescente de los expertos, gente avezada y modestísima que se oculta para evitar engreimientos y autocomplacencias; ellos nos harán ver qué momento es el adecuado para lavar, para planchar, para comer y para evacuar; cómo debemos utilizar nuestro automóvil burgués, contaminante y estigmatizante —amén de cuándo cambiarlo—; qué ropa nos debemos poner y, sobre todo, qué ideas debemos rumiar, qué conceptos debemos estarcir, con letras de oro, en las paredes de nuestra mollera.
Quieren apartarnos de la tenebrosa trocha de la incertidumbre; impedir que nos perfore los tímpanos el canto de la sirena fascista, ese argumentario complaciente que nos impele a elegir, para vacunarnos, el malo conocido, a pagarlo todo en metálico, a tener los hijos, a cuidar de los mayores y a lavar cuando nos plazca.
Las anfractuosidades y los vericuetos de la nueva tarifa eléctrica encierran todo el embrollo y el torzón intelectual del nuevo/antiguo régimen que nos aturde con ecos y atronaduras de 1917, con antediluvianidades leninistas y con vapores de la segunda republicona. De modo que no intentemos desentrañar el recibo de la luz, porque la clave, la cosa, el tocomocho no está en el concepto ni en el guarismo, sino en el propósito, en el designio, en el propio jeroglifismo; ahí va la incoherencia ideológica, la esencia marraja, el vergajazo fiscal y el apercollamiento colectivo.
Más que de anécdota, es cuestión de categoría. Son los cuartos que nos quieren afanar y el ilotismo que nos quieren imponer. Como una expedición esclavista en que los lazos vienen a ser decretos y los látigos recibos. Es la evolución de la revolución, el refinamiento de la brutalidad y el descaro tribhurtario. Nos van a flagelar con el rebenque de la electricidad, con la tralla del IVA, con la fusta del IBI, con la vara del gasoil. Nos desollarán vivos para que supuremos el escaso vellón que nos queda.