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Déficit de silencio

El silencio es una pomada que hace un efecto u otro según el individuo al que se aplica: emoliente para los justos y urticante para los agomorrados.

Déficit de silencio

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Los urbanitas tienen déficit de verde. Les falta el verde como puede faltarles una vitamina cualquiera. Y esta glaucodeficiencia les produce malhumor, tristeza, irritabilidad, insomnio, inapetencia e incluso depresión. Está demostrado científicamente.

Dormir mal, comer peor y contemplar poco verde son algunos de los muchos factores que desquician a las muchedumbres, ya muy estropeadas a causa del gregarismo, el populismo, el feminisismo, el enseñaculismo, el tontolhabismo, el animalismo y la corrección política. En el siglo más ecologista de la historia, el déficit de verde se considera la causa de todos los males. Pero no hay tal; porque siendo la causa de muchos, no lo es de los peores. Hay otro déficit, otra carencia, otra escasez, tan perniciosa como las citadas, y más peligrosa por más oculta: el déficit de silencio. Las masas, rebeladas o no, pasan hambre de silencio. Viven conmocionadas por el descomunal estrépito de las ciudades, de los teléfonos, de los trabajos y de los días.

Van de las oficinas a los televisores, de los gimnasios a las terrazas, de las tambarrias ilegales a las comidas familiares, del facebul al tuinter, del instagrimo al telegromo, del tiktak al toktok y el warsap omnipresente, vigilando, sobrevolando, machacando, acaparando, saturando, consumiendo las jornadas, las noches, las vidas. No se logra el silencio ni de camino a casa, ni en la ducha, ni en el sueño, ni en el trono fecal.

En el siglo más ecologista de la historia, el déficit de verde se considera la causa de todos los males

Siempre conectados, atarugados, encadenados. Conduciendo y conversando, comiendo y consultando, cagando y contestando. Pantallas en las habitaciones, barbacoas en los tejados, música permanente y bullanga interminable. La turba sufre con tanto ruido, pero lo necesita para llenar el precipicio al que se aboca, para mitigar el vértigo que la enloquece y para esconder su realidad íntima, su espiritualidad constitutiva, la exigencia de su esencia. El ser humano es contumaz, y sigue prefiriendo el placer chabacano al ascetismo y la mesura: lo sucedáneo a lo auténtico.

Rechaza la grandeza y saborea la bajeza. Y oculta su hondísima insatisfacción bajo el costroso alfombrote del estruendo. Quiere conducir en silencio, pero pone la radio a tope; necesita dormir en silencio, pero deja el móvil bajo el cuadrante; le urge andar en silencio, pero se pasa el trayecto respondiendo warsaps; bebe los vientos por un rato a solas, pero le aterroriza encontrarse consigo mismo, porque no acepta su condición, su naturaleza, su dignidad. No afronta la batalla entre la carne y el espíritu.

No se ve capaz de la coherencia y la perseverancia requeridas, ni quiere acudir al que puede conferírselas. Elige, de momento, la rebeldía infantil; opta por la rabieta, por la cortedad, por la rendición, por sufrir las bascas, los desasosiegos y los delirios que acarrea el déficit de silencio; apechuga con la confusión y el alboroto de las ciudades —pizpiretismos y sordideces— antes que recogerse a la paz y la serenidad rural —abstinencias forzosas—. Esto es Godoma y Somorra —un

envilecimiento extremo de aquellas Gomorra y Sodoma bíblicas, tan limitaditas de posibilidades y decibelios—; y los godomos y somorros de hoy, enajenados de materialismo y rebosantes de tecnología, estrangulan sus conciencias con el asperísimo cáñamo del reggaeton. El silencio es el

espejo de la verdad, el retrato de Dorian Gray, que no muestra el disfraz, la carcasa, el escaparate, sino la trastienda, el podridero, la huesa fétida y negra en que muchos precipitan su existencia.

Hasta el más adicto al ruido, el más enganchado a las redes banales, el gomorro más recalcitrante sentirá que se le orea el alma en cuanto dedique un minuto a pisar verde y percibir silencio

El silencio es una pomada que hace un efecto u otro según el individuo al que se aplica: emoliente para los justos y urticante para los agomorrados. A todos beneficia, pero estos últimos acusan cierta delicadeza epidérmica: tienen déficit de silencio porque tienen pánico al silencio; y este pánico al silencio les viene de haber estado tanto tiempo en las tinieblas del aturdimiento que les duelen las luces de la quietud. El déficit de silencio, como el déficit de verde y cualquier otro déficit, es una insuficiencia, una privación, un estado morboso del hombre. Sin verde y sin silencio se vive mal.

Basta una pequeña salida campestre o un rato de meditación para darse cuenta de lo mucho que hacen falta y, quizá, para iniciar un camino de regreso, una convalecencia, una recuperación. Hasta el más adicto al ruido, el más enganchado a las redes banales, el gomorro más recalcitrante sentirá que se le orea el alma en cuanto dedique un minuto a pisar verde y percibir silencio. Volverá la cordura, el equilibrio y la limpieza. Irá disminuyendo la toxicidad, el griterío y la escandalera. Quedarán lejos los aullidos y los baladros de la estigia, de la barca, del infierno, de los precitos y los demonios, de la garullada inmensa que va descendiendo, en ruidosísimo tropel, a la sima de Plutón.

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