Perder el tempo
Sólo recuperaremos el tempo perdido cuando nos arranquemos de los ojos la pantalla, y cuando aligeremos el día de actividades, de obligaduras y de puerilidades
No hace falta gozar de una penetración especial, ni que pase algo importante: uno se da cuenta de que ha perdido el tempo, el ritmo interior, el equilibrio perceptivo, la serenidad mientras cocina el huevo revuelto de la mañana, o la tila, y el huevo no acaba nunca de hacerse ni la tila de infusionarse; cuando cobra uno conciencia de que va más aprisa que las cosas, de que no le basta la velocidad normal ni las horas del día, de que la existencia va por un sitio y menda por otro, anticipándose a los acontecimientos, quemando etapas, abandonando la realidad y adentrándose, trompicón aquí testarazo allá, en la inquietante ciénaga de lo no acontecido.
Es un fenómeno cada vez más frecuente, un desarreglo contagioso, una pandemia espiritual. Perdemos el tempo, el compás, el sosiego. Perdemos pie, porque andamos por fuera de la realidad. Nos hace falta subir al desván de la memoria y desempolvar viejas imágenes, recuerdos del abuelo escuchando la radio, enrollando un hilo, reparando un zapato, leyendo un libro, poniendo a secar, sobre tela de saco, habas y cacahuetes recién cosechados, y deteniéndose lo necesario en cada cosa. El trabajo le cundía más, y le sobraba tiempo. Sin mindfulness ni autoayuda ni mandangas. Trabajar para vivir, y vivir en lo pequeño, en la sencillez de lo cotidiano. En el tempo de nuestros abuelos —el tempo normal y corriente— consiste la felicidad perdida.
No está en los viajes, ni en el gimnasio, ni en hacer el huevo revuelto a velocidad supersónica, ni en vivir dos vidas en una: está en el tempo, en la cámara normal que ahora nos parece lenta; en dejar el huevo a su ritmo y no azuzar a la tila.
Toca recobrar el tempo, volver al pasado, que no es el pretérito anterior sino el presente perdido. Hemos desincronizado el tempo a mazazo de pantalla, de red social, de «me gusta», de inmediatez y de chorrada.
Nos apoltronamos a esperar en la consulta del médico y no sacamos la vista de la irrealidad y el timo del teléfono; y no reparamos en los modiglianis que cuelgan de las paredes, en esos rostros profundos, vivos, intensamente reales, viejos conocidos con los que tanto hemos conversado y que hoy nos miran despechados, dolidos porque preferimos la ridícula fosforescencia de una pantalleja. No se acaba nunca de ver un modigliani —como no se acaba nunca de ver todo buen retrato—: siempre hay misterio, diálogo, pasatiempo en ese rostro —extrañamente familiar, sorprendentemente confidencial— que nos observa desde la pared.
Pero ya no vemos el modigliani; ya no sabemos más, ni atendemos a otra cosa que al móvil, caleidoscopio de vaciedades que nos arrastra en su vorágine visualísima. Si paseáramos, como antes paseábamos, la mirada en derredor veríamos a los modiglianis atisbándonos, esperándonos, interpelándonos, reprochándonos el despego, la borrachera y la locura.
Están, ciertamente, airados, pero prontos a perdonarnos en cuanto mostremos el menor asomo de nuestra vieja sensibilidad, en cuanto volvamos a poder entretenernos con el mundo que nos rodea, con la realidad real, con la palpabilidad incontestable de, por ejemplo, un retrato de Modigliani. Sin embargo, mientras ese momento llega, el cuadro, la vida, el tempo se nos pierden bajo una maraña de angustias, de prisas y de saturaciones; de un empacho desinformativo y una crisis afectiva sin precedentes en la historia.
Sólo recuperaremos el tempo perdido cuando nos arranquemos de los ojos la pantalla, y cuando aligeremos el día de actividades, de obligaduras y de puerilidades; cuando acertemos a combinar el trabajo y el ocio en lugar de alargar los días y acortar las noches para embutir dos jornadas en una; cuando aceptemos nuestra condición y atendamos al instante, y calemos a fondo a todos los marrajos que nos venden la burra, la moto, el billete mugriento para el barco del infierno.
Pero hemos perdido el tempo —el ritmo, el equilibrio, la calma— y en su lugar nos han instalado el frenesí, el atropellamiento y la demencia. El ser humano precisa estabilidad, y la estabilidad es parsimonio y regularidad. Somos criaturas de tempo lento que se autoinfligen, como rechazando la propia naturaleza, un tempo vertiginoso, un aperreo insoportable. Lo queremos todo y lo queremos ya.
Pisamos el acelerador del tempo y rompemos la cadencia vital. Ya no es nuestro tempo: es una persecución, un tráfago, un tósigo, un sinvivir, una fuente de frustraciones. Dicen que la salud mental empeora, que la ciudadanía está cada vez más desquiciada: es el tempo perdido, el compás inadecuado, el ritmo febril y absurdo, el vivir lo propio como ajeno y lo ajeno como propio. Si no reaccionamos, el modigliani del médico —cualquier buen retrato en cualquier sitio— dejará de hablarnos —como tampoco nos dirá nada un relato estupendo ni un concierto extraordinario—; será un completo desconocido; tan desconocido e incomprensible como nosotros mismos. Y vaya usted a saber entonces cómo podrán entenderse dos personas —o dos multitudes— que dan el mismo nombre a cosas diametralmente opuestas.
*Escritor. Puedes contactar con él escribiendo al correo juviyama@hotmail.com