Inconmensurable Javier Carvajal. Arquitecto
Nunca lo contó, jamás presumió de ello ante los amigos más cercanos. Tal vez secretos tan profundos formaron también parte de su ligero equipaje en su viaje final.
El sábado 18 de marzo he despertado en Kerala -un paraíso natural dónde me encuentro en una mezcla académico-festiva de actividades diversas antes de reunirme en Ahmedabad con Khusnu Doshi- con la increíble y valiosísima aportación a nuestra ejemplar transición democrática del inconmensurable profesor arquitecto Javier Carvajal Ferrer (Barcelona 1926/ Madrid 2013; un año más joven que mi padre, y un padre para un sinfín de arquitectos, entre los que me encuentro). Publicó ABC, con motivo de la presentación del libro “El secreto de Franco. La transición revisitada”, del que es autor el historiador Guillermo Gortázar, que Franco copió, de su puño y letra, y apenas unos días antes de su muerte, el breve testamento político que, en tiempo de desvelo, -“No me puedo dormir. Este hombre se va a ir sin dejar nada escrito. No puede ser. Tenemos que hacer algo” le dijo a su mujer Blanca García-Valdecasas. Y lo hizo- nuestro Maestro de la Arquitectura se atrevió a redactar, en una Olivetti portátil que tuvo que ir a buscar a su estudio de madrugada, una carta de apenas cinco párrafos.
No cabe en este sencillo reconocimiento que yo me siento obligado ahora a publicar, quizás con mayor atrevimiento, relatar la grandeza de su obra construida aquí y acullá. La calidad de su dibujo, el rigor de su docencia universitaria, la profundidad de su pensamiento escrito. Bien lo sabe otro grande, mi muy querido Alberto Campo Baeza, que a menudo le acompañó en sus horas más tristes.
“Hablar de Carvajal es hablar del mejor hormigón visto”, (coincido plenamente) me ha respondido mi joven colega valenciano Enrique Grau; mi compañera de alma mater, la catedrática de agrónomos Mariángeles Lluch, evoca la estúpida polémica de su emblemática Torre Valencia junto al Retiro capitalino; el catedrático de proyectos arquitectónicos de Madrid Juan Carlos Arnuncio, que lo conoció bien, me dice “no lo podía imaginar … aunque bien pensado …”; el innovador y riguroso urbanista Alfonso Vegara, presidente de la Fundación Metrópolis, me recuerda su generosidad y clarividencia en los premios Thyssen de Arquitectura, impulsando la importancia de los diálogos Arquitectura Ciudad; el malagueño Pepe Seguí, que acaba de publicar “Las escalas del Proyecto” y lo tuvo de Director de la Escuela de Barcelona
, me recuerda el solitario y reivindicativo artículo de Rafael Moneo cuya lectura recomiendo; mi entrañable Beatriz Matos, profesora y arquitecto de excelencia, dice que se apresurará a leerlo; y cientos y cientos de colegas a los que he transmitido la noticia de inmediato, no salen de su asombro ante la relevancia de lo que acabamos de conocer.
Nunca lo contó, jamás presumió de ello ante los amigos más cercanos. Tal vez secretos tan profundos formaron también parte de su ligero equipaje en su viaje final. Dios lo tiene en su seno, y en su gloria (de eso estoy muy seguro).
En 2012, un año antes de que este catalán universal muriera -muy sólo- en Madrid, el Consejo Superior de los Colegios de Arquitectos de España le otorgó la Medalla de Oro de la Arquitectura, que recibió con la natural modestia de los genios auténticos. Diez años más tarde, la Comunidad de Madrid declaró Bien de Interés Cultural (BIC), con el máximo nivel de protección patrimonial que corresponde, su imprescindible casa propia en Pozuelo de Alarcón. Cuando apenas contaba yo siete años, obtuvo el Premio de Roma de la Academia de Bellas Artes Española en la cuna de la arquitectura disciplinar, y la Medalla de Oro de la XI Trienal de Milán.
Hoy, en plenas Fallas y Fiestas josefinas, Día del Padre, sabemos de lo extraordinario de su grandeza más allá del campo profesional. No pararé hasta que así sea reconocido. (Y sin pedir su permiso, pues dudo que me lo concediera).
José María Lozano es Catedrático (r) de Arquitectura de la UPV y vocal del CVC