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El fracaso de Marzà y los suyos

La realidad se impone y los jóvenes, educados bajo el 'marsalismo', saben que sin esfuerzo no van a conseguir llevar la vida que quieren.

El ex conseller Vicent Marzà y diputada en el Congreso Àgueda Micó

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Los políticos tienden a creerse más poderosos de lo que normalmente son. Vicent Marzà es un claro ejemplo. Durante ocho años la ha liado parda todo lo que ha podido para imponer el valenciano en las escuelas. Y el resultado final ha sido que los chavales hablan valenciano cuando es su lengua materna, la que le han hablado sus padres. Los que se han educado en un hogar castellanoparlante, siguen hablando castellano.

La cultura surge del pueblo, no de los parlamentos. Y la lengua es parte de la cultura. Es cierto que durante más de un siglo, los poderes políticos intentaron arrinconar el valenciano al uso doméstico. No lo consiguieron. En los pueblos que se hablaba valenciano en el siglo XVI se sigue hablando valenciano hasta ahora, incluida la época del franquismo. No acabaron con la lengua y tampoco ahora van a conseguir imponerla en las zonas castellanoparlantes.

También hizo la vida imposible a la enseñanza concertada. Y por más que le moleste al señor Marzà, sigue siendo la opción preferida de muchos padres.

Lo que no quieren entender él y otros, es que a los políticos se les paga para legislar y para hacer cumplir las normas, no para guiar al pueblo, como a un rebaño de ovejas, para llevarles a lo que ellos entienden que más les conviene a las ignorantes que ovejas. Es una actitud más propia de la izquierda que de la derecha.

En el caso de Compromís, han querido llevarnos a una especie de paraíso marxista que nos llevaba de vuelta a la vida de nuestros abuelos, a consumir productos de la tierra y vestir espardenyes de esparto hechas por el zapatero del pueblo y a comer los tomates de la huerta propia o de la del vecino. Montaron aquellos mercadillos en los que las bragas colgaban en la puerta del Ayuntamiento y que fueron un fracaso porque allí no se vendía ni un calcetín.

En ese paraíso, el esfuerzo, el sacrificio, eran voluntarios. Nadie iba a estar obligado a hacerlo porque ya estaba el Estado para garantizarnos a todos vivienda y cuatro duros de bolsillo para tomarse las cervezas. Entendían el esfuerzo por un invento burgués para tener al pueblo sometido. Pero la realidad se impone y los jóvenes, educados bajo el marsalismo, saben que sin esfuerzo no van a conseguir llevar la vida que quieren.

Los ciudadanos no somos como las ovejas, a las que hay que guiar a sus pastos, sino más bien como las cabras, que las sueltas en el monte y ellas se buscan la vida. La tarea del político es poner las reglas del juego y hacer que se cumplan. En todo caso, allanar el camino a los pastos. La gente quiere trabajo, no subvenciones. Quieren tener un coche y una casa propia y sueñan con una vida holgada que algún día pueda permitirles tener una segunda vivienda, vestir ropa cara y darle a sus hijos la mejor educación posible aunque eso pase por llevarles a centros privados.

Esperemos que Marzà y los suyos hayan aprendido la lección, aunque apostaría porque no lo han hecho y seguirán creyendo que la gente vota la derecha porque son unos ignorantes.