La Comunidad Valenciana justo en el eje del Corredor Mediterráneo
Nuestras comunicaciones son tan tercermundistas como para que en 2023 se tarde más en llegar de Alicante, y no digamos Murcia, por no sonrojarnos con Almería, a Valencia como a Madrid.
Probablemente, a los griegos les debamos nuestros cimientos culturales, humanísticos y científicos, pero no resulta menos cierto que con los romanos tenemos el gran débito del Derecho que regula aplicando legislatura sobre nuestras vidas, como las grandes vías de transporte que las interconecta facilitando el conocimiento entre pueblos y el comercio.
Esto, que resulta tan básico, cual manual parvulario, ha tenido su nueva acepción como absoluta necesidad para España desde 1986, cuando entramos en la Unión Europea, aunque se llevaba intentándolo desde 1970. Una vez en democracia y superado el problema político de la inadmisión para cualquier dictadura, se comenzó a estudiar en profundidad las acuciantes necesidades suplementarias entre una Península Ibérica subdesarrollada y la superpoderosa industrial y fabril Europa continental con sus países norteños, cuya climatología limitaba, tanto el entonces incipiente turismo vacacional de sol y playas (higienista), como los necesarios, por complementarios, alimentos hortofrutícolas mediterráneos, mientras que España y Portugal padecían un notable retraso tecnológico provocado por sus aislacionistas y respectivos regímenes políticos.
El sureste español reclamaba agua, para convertir eriales en huertos, que era lo solicitado por los grandes mercados y lonjas europeos que no daban abasto con las seculares huertas de Valencia y Murcia; y por eso se hizo el famoso trasvase Tajo-Segura, hoy a todas luces insuficiente en superficies regadas; pero, y además, nuestras comunicaciones, pongamos por caso el ferrocarril, eran, y siguen siendo, tan tercermundistas como para que en 2023 se tarde más en llegar de Alicante, y no digamos Murcia, por no sonrojarnos con Almería, tanto a Valencia como a Madrid.
El ancho de vía español, al igual que el ruso, dimensionalmente distintos ambos del europeo, se hicieron con la peregrina idea decimonónica de no ser invadidos por ferrocarril. Estulticia supina que todavía estamos pagando en considerables pérdidas de tiempo a llegar a la frontera francesa y pasar por el túnel de los intercambiadores de vía.
Y, sobre todo, lo pagamos las regiones del Este litoral y Sudeste que hemos convertido extensísimas zonas desérticas (Vega Baja, Vinalopó, Lorca y Almería) en vergeles de frutales y hortalizas que, dada su natural precariedad, necesitan poner mañana en los puestos de mercado europeos, los productos recogidos ayer del árbol o de la mata.
Y si los vagones de mercancías, incluidos los frigoríficos o refrigerados, son vitales para nuestra economía agropecuaria, otro tanto ocurre con los trenes de alta velocidad para pasajeros y cuyas velocidades progresan exponencialmente los últimos años, compitiendo seriamente con el avión, aunque las ocurrencias de Podemos de prohibir el tráfico aéreo en trayectos que suelen realizarse en tren con una duración inferior a cuatro horas, nos parezca una de sus solemnes estulticias habituales, sobre todo cuando hablamos de grandes ciudades y puentes aéreos habituales que vienen funcionando con absoluta solvencia rentable y de pasajeros.
Ni tan próximos como Cataluña, ni tan alejados como Andalucía, somos el eje intermedio y más necesario por práctico (relación mercancía/tiempo) de España con Europa. El gran problema es la declarada animadversión de los gobiernos central y autonómico. Hasta hoy, Madrid mandaba en los grandes trayectos viarios que ahora los catalanes también reclaman para sí ¿quién da más, subasteros? Y por tanto podía dictaminar preferencias. Pero si antes teníamos el embudo burocrático madrileño, al presente vamos a tener el barcelonés cuando se trate de atravesar el Ebro: doble tarifa.
Y eso que Pedro Sánchez nos cita algo menos entre los pueblos traidores a su causa, mientras Mazón no aparece como el primer lugarteniente de Alberto Núñez Feijóo en todas las manifestaciones antigubernamentales, pero las relaciones con Pere Aragonès, resultarán agudas y difíciles para el alicantino: españolista y monárquico éste, republicano y antiespañol aquel. Si uno en su fuero interno aspira a presidir la República dels Països Catalans, al otro semejante unión sociolingüística y política cuatribarrada le causa urticaria.
¿Quién forzará mañana al Gobierno de la plaza de Sant Jaume a asumir su parte alícuota en la mejora definitiva del Corredor Mediterráneo? ¿Qué tramos tendrán preferencia? ¿Habrá un doble régimen impositivo para las mercancías? ¿Prevalecerán los intereses de Lérida sobre los de Almería o Valencia? ¿No les parece una vergüenza que después de 43 años se estén sacando anuncios en la televisión para que firmemos el término de este trazado vital que ya hace décadas debería estar resuelto con Europa?.