Dorian Gray
Ignoro si los padres -o madres- del movimiento woke se han pronunciado al respecto y si su lectura es hoy aún más furtiva que en las postrimerías del franquismo.
He releído, de un tirón y de viaje, la muy famosa novela de Oscar Wilde. La primera vez fue hace seis décadas, extraído casi de hurtadillas de la biblioteca de mi padre. El otro día compré por cuatro perras una edición en rústica y algo descuidada de 2010, de segunda mano, en el puesto de una asociación solidaria del Rincón de la Victoria, junto a El Médico de Noah Gordon que Stölzl llevó al cine hace diez años y cuya inmediata lectura espera. Ambas ambientadas en Inglaterra, aunque con setecientos años y un abismo ético de diferencia. Curiosidades del destino.
Mucho más conocida la primera, también llevada a la gran pantalla en 2009 por Oliver Parker. Aunque no la he visto, no desvelo nada que no sepa todo el mundo, recordando que de los tres protagonistas principales, un interesante blended de la personalidad de su autor, sólo el “ideólogo lord Henry Wotton subsiste hasta el final. (Si bien es cierto que su mujer se fuga con otro aparentemente más joven, más guapo y menos rico. Lo que no parece resultar dramático para el aristócrata). El propio Dorian Gray y Basil Hallward, autor del goethiano retrato, perecen a manos del primero.
Ignoro si los padres -o madres- del movimiento woke se han pronunciado al respecto y si su lectura es hoy aún más furtiva que en las postrimerías del franquismo, pero lo cierto es que todavía circula con normalidad -y afortunadamente- en las librerías de lance. No fue así con su primera publicación, prohibida en la hipócrita y puritana Inglaterra de la época, aunque resultara excepcionalmente emocionante para Mallarmé.
Confieso que la decadencia moral de una sociedad empobrecida en la práctica y encapsulada en sus nostalgias, evidenciada por el cinismo sistemático e inteligente de Lord Henry, es el aspecto que más me ha interesado en esta relectura tardía que encuentro francamente recomendable en el panorama internacional. Y más aún en el contexto histórico español que toca vivir y soportar.
Casi naif, pero muy efectivo, resulta el ardid narrativo de Wilde por el que el protagonista se libra de la muerte engañando con su aspecto juvenil a un tosco y noble marinero que desea vengarse por el suicidio inducido de su hermana, para acabar confundido con una liebre en la cacería organizada en su finca de recreo.
Lo cierto es que en su desarrollo argumental hay una presencia permanente de una vocación moral inalcanzable. Un deseo que anida el lector por mucho que los acontecimientos, ya sean los exclusivos cenáculos en los clubes aristocráticos, ya el consumo de opio en los prostíbulos portuarios, conduzcan machaconamente y con efectividad a un final desastroso. Honestamente anunciado sin disimulo alguno durante todo el relato. Pero, al final, desastroso y angustiante.
La destructivas relaciones de Gray, quintaesenciadas en el chantaje y posterior suicidio de su amigo Alan Campbell, son corolario más que consecuencia.
El secretismo impuesto al cuadro, el exquisito velo mortuorio que lo protege férreamente oculto en un espacio oscuro y en desuso, se me antoja de especial simbolismo. Pese a toda precaución, el temor a que sea destapado, a que salga a la luz y se descubra el pastel, es la única sombra que oscurece la persistente belleza y aparente jovialidad del privilegiado con el escabroso pacto anti natura.
Cabe pensar que el desenlace es moralizante. Que la realidad se impone y el retrato recupera -tal vez nunca la perdió- su objetiva belleza mientras el retratado se consume definitivamente a sus pies en el mismo lugar que acabó la vida del pintor. Paradoja o alegoría queda a voluntad del lector.
Como las reflexiones que cada cual quiera hacer de esta relectura que me permito proponer como contrapunto de la diaria -tediosa, obsesiva y atroz- de los periódicos.