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Cultura, política y cultura política

El asalto a las instituciones, el “cambio de opinión” como inequívoco -e ineficaz- disfraz de la pura mentira... instantáneas precisas de la inocuidad y desajuste de nuestra clase política.

El ministro de Cultura, Ernest Urtasun, en un acto de Acció Cultural

Publicado por
José María Lozano

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Con la excusa de dar tregua a mis escasos lectores el director de ESdiario me ha autorizado un par de semanas de vacancia. Vana excusa que no oculta mi propio deseo y el hartazgo de una situación que, a fuer de cansina, resulta más que preocupante en el panorama nacional de la Españita de Apaolaza.

La cultura woke y la de la cancelación, ejemplos de libro de oxímoron, tal vez en descenso en el espacio norteamericano de sus orígenes, cursa sin embargo aquí con insospechable entusiasmo. Habrá que cultivar la paciencia a falta de algún antídoto. De Sócrates a Cicerón, y de Brandi a González Varas, la cultura es un delicado entramado intelectual sensible y complejo, que requiere en primer lugar del conocimiento. Después, de un amplio y razonable desarrollo que no excluye la evolución, la innovación incluso, evitando la siempre acechante involución espuria.

La política devenida en populismo y la basada en la pura ideología, ejemplos asimismo de oxímoron, no sólo no parece en declive sino que se barrunta in crescendo a la vista de la larga y tediosa precampaña presidencial en USA y la más inmediata en el espacio común (¿?) europeo. Habrá que evitar el desasosiego a falta de eficaz remedio. De Platón a San Agustín, y de Adenauer a Margallo, la política es un acto de servicio y sensatez, de difícil equilibrio, que requiere el concurso de la historia. Más tarde, de la creatividad y la imaginación, incluso de la intuición, orillando las lacras del interés personal y la corrupción en cualquiera de sus múltiples manifestaciones.

Me permitirán la licencia interpretativa de que mientras la cultura se ocupa del espíritu – del alma ¿por qué no?- la política debe hacerlo de la materia -del cuerpo humano, vale decir- y naturalmente del bienestar social.

La cultura política -probable tercer oxímoron en la práctica- es rara avis en el panorama internacional, más aún en nuestra histórica y soberana nación española. Por difícil que resulte no conviene perder la esperanza. O la ilusión. Los politólogos de la Princeton University Almond y Verba (La cultura cívica. 1963), tras la experiencia del comunismo y el fascismo, por orden cronológico e idéntica desgracia social, dudaron de que Europa llegara a encontrar una forma de estructura democrática coherente con su propia cultura cristiana. Y considerando desde Aristóteles a Montesquieu, convendremos con aquellos en que el sistema democrático debe descansar en la participación de una ciudadanía crítica y adulta. No de súbditos o de holligans.

Resulta innecesario que este opinador incida de manera detallada en el estado de la cultura política, de la política y de la cultura que nos toca vivir en España (y en Europa, y en mundo mundial). No hay más que leer los periódicos y, si no hay más remedio, ver los noticieros televisivos. De las redes sociales mejor escapar.

Los excesos del actual titular ministerial de la cosa con la “descolonización” museística -y otros excesos que ahorro-, la manipulación de eventos (y de la TV nacional con la “bronca” de nombre propio) y fiestas populares (la catalanización de Fallas y Fogueres), la desnaturalización de las fiestas cristianas y la potencialización de las ajenas (musulmanas principalmente), el sesgo en premios, distinciones y homenajes … y un largo etc. ofrecen una radiografía, a más de impropia simplemente acomplejada y cateta.

El asalto a las instituciones, el “cambio de opinión” como inequívoco -e ineficaz- disfraz de la pura mentira, la intrusión en la vida privada del adversario, el “tú más” como único y mendaz argumento, el marketing electoralista de tres al cuarto, el falseamiento de currícula y trayectorias, la inexperiencia laboral y productiva … y otro largo etc. son instantáneas precisas de la inocuidad y desajuste de nuestra clase política contemporánea.

El diagnóstico de la ausencia, en suma, de una cultura política profunda, rigurosa, cierta y equilibrada, funge como la carencia sistemática (sistémica dicen) que convierte la política y la cultura actuales en caricaturas surrealistas de inteligencia deficitaria.

Y así nos va. Ergo urge remediarlo.