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¿Qué hacemos con Camps?

De quienes fueron camaradas y compañeros de ayer, en el patio de juego del colegio mayor no queda nadie.

El expresidente de la Generalitat valenciana, Francisco Camps

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En política, como en algunos juegos de cartas, “pasar” es irse. A Francisco Camps se le han “pasado” 13 años desde que presentara su dimisión como president de la Generalitat Valenciana. Hoy, cuando los tribunales de cualquier rango y lugar lo han absuelto de las presuntas malas compañías con aquellos sinvergüenzas amiguitos del alma, Paco Camps quiere volver a primera línea de la política.

Él, que lo fue casi todo, desde concejal, pasando por diputado nacional, secretario de Estado, conseller y delegado del Gobierno, hasta llegar a la presidencia de nuestra Comunidad Valenciana con mayorías absolutas (2003-2011), ahora carece de encaje, o más bien el PP no sabría dónde encajarlo, y, además no cabe. Entre otras muchas y poderosas razones porque no es un cargo electo, las listas a las más cercanas elecciones europeas están cerradas, y para las próximas tanto nacionales, como autonómicas y municipales todavía queda un largo trecho temporal, salvo que a Sánchez se le acabe el talonario de cheques en blanco para catalanes y vascos, no teniendo otro remedio que convocar comicios generales.

Y, aun así ¿lo aceptarían Feijóo y Mazón (tanto montan) en los primeros puestos de la papeleta al Congreso de los Diputados, incluso, si me apuran demasiadamente, al Senado? Ahora resulta muy fácil arremeter contra los socialistas culpándolos del calvario pasado por Camps, pero pronto se olvidará a las víctimas y a los victimarios como ha pasado también con Rita Barberá, Mónica Oltra, Sonia Castedo…, y quienes hoy en día detentan el poder sólo quieren ser herederos de las siglas, pero raramente de las personas que los antecedieron.

Ya no están ni los Zaplana, también visto para sentencia y con quien recientemente se encontró Camps, gimiendo juntos desolaciones contra los renglones torcidos de la política y la tardanza de la Justicia; ni el comandante de puesto Aznar (otrora su valedor), o el gallego sabio Rajoy (su ejecutor), para echarle una mano redentora por aquellos servicios prestados que coadyuvaron a sentarlos en La Moncloa. De quienes fueron camaradas y compañeros de ayer, en el patio de juego del colegio mayor no queda nadie, apenas podemos buscar en el pasillo que lleva a la clausura la remembranza de unas fotos desleídas colgadas en el cuadro de honor de antiguos alumnos.

En su declaración ante los medios de comunicación (que harta leña le diéramos), tan exculpante como reivindicativa, Camps ha entonado un recalcitrante y abusivo: “ego, me mei, mihi, me mecum” tan narcisista como esa su personalidad que le llevó a caer en la fácil trampa al hedonista ante el espejo del sastre. Para seguidamente hacer una declaración de intenciones apriorísticas: “Me gustaría estar en política porque mi compromiso es irrefrenable, mi voluntad también, estoy más ilusionado que nunca”. Vale, muy bien, ¿y ahora qué? ¿Cómo vas a venderle eso al Partido Popular de la Comunidad Valenciana? ¿Quítate tú para que me ponga yo? “Embarazoso”, “difícilmente recuperable”, “fue omnipotente y omnipresente, pero ahora ya está amortizado”, “su sitio queda para la historia, no en mantenerse a toda costa incomodando (jodiendo) al partido”, “patata caliente para Mazón”, “que se vaya de mancebo a la botica de su esposa, o se monte un gabinete de abogados”, “tú puede llevar a alguien a los altares, pero no nombrarlo Papa o cardenal como compensación a su martirologio”, son, entre otras sentencias y lindezas más demoledoras, las que se han oído off the record de los actuales mandamases populares, incluidos algunos a los que Camps ayudó a encumbrarse.

Pero: Corren otros tiempos, otras personas, otro país.